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El misterio de la Vega Baja de Toledo: ¿capital visigoda o ciudad romana?

Un informe afirma que el lugar no fue un centro de poder como se venía sosteniendo hasta ahora, sino haciendas de recreo medievales y edificaciones romanas

Toledo visigodo
Recreación del Toledo visigodo. En primer plano, el circo romano en la Vega Baja.ALBERT ÁLVAREZ MARSAL

La Vega Baja de Toledo, una extensión de 120 hectáreas sin urbanizar a los pies de la ciudad y a orillas del Tajo, oculta un tesoro arqueológico, pero nadie sabe a ciencia cierta cuál es, porque desde hace 17 años no se excava en ella y los informes relativos y la Universidad Burdeos-Montaigne expresaban sus dudas sobre la posibilidad de que la Vega Baja fuera la sede capitolina visigoda ―Urbs regia― como sostienen otros profesionales. “Nadie, por razones obvias, levanta una capital fuera de las murallas. La capital estaba en el promontorio de Toledo”, dicen. Para estos, la Vega Baja guarda fundamentalmente construcciones romanas y algunas fincas de recreo visigodas dispersas. Además, los últimos informes de georradar, conocidos el mes pasado, tampoco lo aclaran. Hablan de “grandes edificios” en la zona donde se levantaba la capital visigoda, pero también de una edificación “comparable a un palacio romano”.

Aunque el Ayuntamiento empezó en marzo pasado las obras para convertir en parque urbano 44.000 metros cuadrados de la vega (arbolado, bancos, miradores, carriles bici…), la presión urbanística sobre el área no ceja. Seis de las parcelas que forman este yacimiento declarado Bien de Interés Cultural no están protegidas, por lo que la posibilidad de construir sobre ellas existe. En 2019, estaban previstas 1.698 viviendas, lo que llevó en ese momento a Icomos, organismo asesor de la Unesco, a recordar que se trataba de un lugar “único e irrepetible”, mientras que la Academia de San Fernando tildó ese mismo año la operación urbanística de “expoliación”. Hispania Nostra, organización de defensa del patrimonio español, la incluyó también en su Lista Roja, relación de yacimientos en peligro de desaparición inminente.

Los arqueólogos Rafael Barroso Cabrera, Jesús Carrobles Santos, Jorge Morín e Isabel Sánchez Ramos firmaron en 2015 un artículo en la prestigiosa revista Antiquité Tardive, y respaldado por Real Fundación Toledo, la Diputación Provincial, la consultora Audema y la Universidad Burdeos-Montaigne, donde expresaban sus dudas sobre la posibilidad de que la Vega Baja fuera la sede capitolina visigoda. Para estos, la Vega Baja era un espacio de ocio para las élites urbanas godas, no un sector consolidado del reino, por lo que no se puede interpretar “las construcciones constatadas recientemente por el georradar como la capital, ya que solo son extensas propiedades con su propio recinto o cercado, no el palatium real”. “Por eso, el palacio de la monarquía goda y los nuevos espacios de poder tenían que estar en la parte alta, intramuros, en la parte más defendible, siguiendo el esquema de Barcino [Barcelona, la primera capital en Hispania], y junto a los conjuntos urbanos representativos vinculados a las élites eclesiásticas”.

Y añaden: “Lo que hubo en la Vega Baja durante la ocupación romana fue un circo, un anfiteatro, una basílica y villas romanas, luego residencias godas, más tarde una potente implantación emiral y posteriormente ocupaciones medievales, modernas y contemporáneas. Muchos de los que ahora se presentan como salvadores de la Urbs regia son los que excavaron la Vega Baja y nunca publicaron nada. Esta circunstancia va a provocar que cuando no se cumplan las expectativas de hallar una ciudad visigoda, se aproveche la decepción para urbanizar el espacio, que ya es más que significativo de por sí por sus restos romanos, sin tener que inventarse que está allí el conjunto palatino godo”.

Las discrepancias entre los expertos sobre lo que atesora el subsuelo vienen alimentadas por dos hechos clave: apenas se conocen los resultados de las catas arqueológicas de las últimas décadas y todo lo que se sabe proviene únicamente de fuentes escritas en ese periodo medieval. “En Toledo”, dice Jorge Morín, director del yacimiento visigodo de Los Hitos (Orgaz, Toledo), “se ha excavado mucho, pero no se publica nada. En la propia Vega Baja se ha excavado de más, pero no se han procesado los resultados de las intervenciones, a pesar de los millones que se han invertido”.

Morín sostiene, igualmente, que la principal característica de la Vega Baja es que es inundable, ya que está a orillas del Tajo y la subida del nivel del agua se produce cada 100, 50 o 25 años, “como han probado diferentes especialistas, entre los que destaca Andrés Díez Herrero”, investigador especializado en inundaciones del Instituto Geológico Minero de España (IGME, CSIC). Díez Herrero matiza: “En aquel momento [siglo VI], la configuración del río era distinta. Cuando la estudié, no reconocí ningún depósito de inundación dentro de las estructuras arqueológicas de la Vega Baja, como sí ocurre en la Puerta del Vado y en otras zonas de la ciudad. Por lo cual, no podemos saber con certeza si la vega era inundable o no, lo que no contradice a Morín, pero tampoco lo confirma”.

La topografía elevada del casco urbano amurallado, recuerdan los redactores del citado estudio, ha condicionado el desarrollo de Toletum durante más 2.000 años. La imperial puerta de la Bisagra, en la ciudad amurallada, aunque con diferentes aspectos, ya existía en época romana. Donde ahora se sitúa el Alcázar, dos milenios antes se alzaba el pretorio romano (campamento), que dejó paso al conjunto palatino visigodo que, a su vez, se convirtió en la alcazaba andalusí, luego fue medieval y finalmente el palacio de los Austrias.

Restos visigodos de la Vega Baja, antes de los resultados del georradar.
Restos visigodos de la Vega Baja, antes de los resultados del georradar.FUNDACIÓN IMPULSACLM

Las evidencias arqueológicas demuestran que antes de instalarse en Toledo, los visigodos eligieron como capital primero Tolosa (sur de Francia) y luego Barcelona, “ciudades siempre intramuros”. “La Vega Baja es un espacio indefendible y solo a alguien con pocas luces se le ocurría colocarse ahí, con las murallas a sus espaldas para protegerse. Por ejemplo, en la preparación de la batalla de las Navas de Tolosa [1212], a los contingentes extranjeros se les obligó a asentarse en las vegas para tenerlos controlados, y en 1936, el coronel Moscardó abandonó la Fábrica de Armas [en la Vega Baja] y se instaló en el Alcázar”, concluye el estudio.

Fuente: El País/ Vicente G. Olaya.

Quinientos libros para explicar las vanguardias españolas

La extraordinaria biblioteca de Alicia García Medina, ahora expuesta en Toledo, reconstruye la relación de los portadistas y artistas plásticos de entreguerras con el surrealismo, el cubismo, el dadaísmo, el futurismo o el orfismo.

Durante años, con paciencia, la caña puesta y el radar en marcha, buscando y rebuscando en los anaqueles de librerías de viejo y en los cajones de ferias del libro antiguo y de ocasión, Alicia García Medina, insiste que te insiste, incansable hormiga bibliófila, siguió adelante con su misión personal.

Tenía que resucitar el espíritu de la biblioteca perdida de su abuelo. Y lo hizo.

Esta psicóloga clínica y doctora en Arte Contemporáneo de verbo irrefrenable, durante mucho tiempo bibliotecaria y responsable del Servicio de Audiovisuales en la Biblioteca Nacional tras haber trabajado en el Instituto del Patrimonio Histórico Español, ahora ya jubilada, se autoimpuso una disciplina férrea que mezclaba el deber con el placer, la reivindicación sentimental con la mera afición a los libros. Y partió en busca de aquella biblioteca de Babel que su abuelo Otón, un viejo maestro de la República enamorado del olor, el tacto, la contemplación y la lectura de los viejos volúmenes, había reunido a lo largo del tiempo.

La colección de libros de Otón Medina —a buen seguro uno de tantos entre aquella pequeña legión de hombres y mujeres que de manera tan honesta como ingenua creyeron que la educación y la cultura podrían combatir la ignorancia y la estulticia en una España llamada a teñirse de oscuro— se volatilizó en el transcurso de la Guerra Civil, después de que su dueño, que vivía cerca del frente de guerra universitario de Madrid, decidiera trasladarla de Madrid a la casa familiar de Cuenca.

Su nieta nunca logró reunir datos suficientes para saber si fue vendida por lotes por razones económicas, o si fue destruida por algún bombardeo, o si sencillamente quedó dispersada en medio del caos de la contienda. El caso es que, tras años de esfuerzo económico y de constante buceo en busca del libro perdido, Alicia García Medina logró su meta: constituir un corpus de más de 500 volúmenes, muchos de ellos coincidentes con los que atesoró su abuelo y de los que tanto había oído hablar, y cuyo hilo conductor se encontraba no solo en sus páginas, sino también —sobre todo— en sus portadas: un auténtico museo en miniatura de la ilustración española de los años diez, veinte y treinta, en el que se dan la mano el realismo, el surrealismo, el cubismo, el expresionismo, el futurismo, el dadaísmo, el orfismo y todos los demás ismos que quepa imaginar relacionados con las vanguardias europeas de entreguerras, todo ello envuelto en una abrumadora riqueza cromática y tipográfica. Se trata, para empezar, de un gran desmentido en forma de biblioteca: el desmentido de que la ilustración española ni estaba ni se la esperaba en la irrupción de las vanguardias.

Ahora, la biblioteca renace en forma de una donación y de una exposición. Tras haber dejado algunos ejemplares en los depósitos de su casa de toda la vida, la BNE, García Medina decidió donar el conjunto a la Junta de Castilla-La Mancha. Novelas de Blasco Ibáñez, de John Dos Passos, de Tolstói, de Gorki, de Wenceslao Fernández Flórez, de Saint-Exupéry; relatos de Gómez de la Serna o de Mark Twain; ensayos de Bertrand Russell, Gregorio Marañón y Ortega, de Julio Camba y de Erwin Piscator; obras de teatro; tratados de sexualidad, de política y de economía; panfletos sobre el comunismo; biografías… Asuntos de delicado examen si hablamos de hace un siglo, las prácticas sexuales, el divorcio, la homosexualidad, la eutanasia, la prostitución, el feminismo, la crítica a la burguesía o el antimilitarismo componen parte de la tabla de materias. Y todo ello ilustrado por la mano maestra de los Puyol, Renau, Almada Negreiros, Benet, BagaríaPenagos, Pelegrín, Ballester, Gallástegui, Bartolozzi, ­Amster, Alberto Sánchez, Rawicz, Moholy-Nagy… y una larga serie de autores anónimos.

La mayoría del plantel, por cierto, deja clara una cosa mediante este largo abanico de obras: la era dorada del portadismo editorial español no es, desde luego, este primer tramo del siglo XXI que vivimos. La comparación apenas resiste. Y queda claro, excepción hecha de un puñado de sellos actuales y fácilmente identificables preocupados por lanzar al mercado no solo autores de relieve, sino portadas de diseño atractivo y original, que, en cuestión de portadas de libros, 1923 era infinitamente mejor que 2023.

No pocos de aquellos autores, como recuerda la coleccionista, fueron represaliados; otros, encarcelados; otros, fusilados; otros se tuvieron que marchar a México, a Chile, a Argentina… “Hay que reivindicar la historia. Es una pléyade de gente, desconocida en muchos casos, autores de libros que fueron condenados e incluso exterminados, autores que hay que recordar y reivindicar”. Los nombres de las editoriales que sacaron a la luz aquellos títulos plagados de heterodoxia y riesgo (no pocos de ellos fueron editados durante la dictadura de Primo de Rivera) son bien evocadores y hasta simbólicos: Prometeo, Zeus, Ulises, Fénix… Renacimiento.

Una exposición de este medio millar de libros —y sus portadas, muchas de ellas verdaderos hallazgos visuales— que el público puede visitar ya en el Centro de Arte Moderno y Contemporáneo de Castilla-La Mancha, en Toledo (Las vanguardias artísticas en las cubiertas de libros españoles: 1910-1938), sirve como testimonio de la azarosa aventura bibliófila de su propietaria, que evoca así sus comienzos: “Empecé con los libros de Blasco Ibáñez, los rastreaba sobre todo en librerías de viejo de Madrid, o en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, y también en Barcelona, una ciudad con un gran mercado de libro antiguo, por ejemplo en el mercado de San Antonio. Buscaba sin parar y compraba lo que podía”.

Algunos de los volúmenes los adquirió por 20 o 30 euros y hoy alcanzan los 300 o 400. Son ediciones baratas, lábiles, con cubiertas que a menudo incluso se pueden despegar y son, según la donante y coleccionista madrileña, “un ejemplo de democratización de la lectura y de la cultura en un país que en aquel tiempo contaba con un alto grado de analfabetismo, no se olvide, frente a aquellos otros libros, maravillosos, pero que eran para una élite, para que los leyeran cinco”. Son por eso, sostiene Alicia García, “auténticas joyas, instrumentos contra la incultura, un espejo de aquella sociedad, y más allá de una colección de simples portadas de libros, todo un estudio sociológico de un país, de una sociedad que quería el cambio o, siguiendo el verso de Machado, una España que despierta… y que despertó… aunque por muy poco tiempo”.

Pero, indudablemente, además de esa inequívoca dimensión simbólica con mensaje político incorporado, la colección constituye en sí todo un tesoro visual. No son libros de arte, pero desde luego son libros con arte, y suponen sin duda un intento de todos aquellos ilustradores de incorporarse a la modernidad europea. Algunos hijos predilectos tiene Alicia García Medina entre todos los artistas de la colección, aunque hoy habla con especial admiración de dos de ellos: Ramón Puyol, “un artista polifacético que creó auténticas joyas con un signo propio que las distingue claramente de otras”, y Luis Bagaría, “que me recuerda los libros de ciencias de mi adolescencia que editaba Espasa-Calpe, unos libros que gracias a estas portadas te ayudaban a estudiar”.

La creación de la biblioteca de Alicia García Medina, una historia que hunde sus raíces lo mismo en lo cultural que en lo sentimental —si es que lo segundo no forma parte de lo primero—, no nace de ningún ambicioso proyecto ni de ninguna gran institución, sino de algo tan banal y tan poderoso como el amor entre un abuelo y su nieta. “Yo a mi abuelo lo adoraba”, recuerda su propietaria. “Coincidíamos en el amor a la lectura. Con 10 años me regaló un libro que leí y del que no entendí ni torta. Era El Empecinado visto por un inglés, con traducción y prólogo de Gregorio Marañón, en la Colección Austral. Lo tengo como oro en paño, dedicado por él”.

Hay que decir que la relación entre la propietaria de esta colección y el universo de las vanguardias artísticas de entreguerras no es precisamente nueva. Alicia García Medina ya comisarió en 2019 en la Biblioteca Nacional la exposición La seducción del libro. Cubiertas de vanguardia en España 1915-1936, que apuntaba ya algunas de sus preferencias y sensibilidades a la hora de seleccionar y coleccionar. Pero es que mucho antes de eso, cuando ya enfilaba la recta final de su vida de estudiante de arte, expuso una tesis doctoral titulada Las cubiertas de los libros de las editoriales españolas 1923-1936. Modelo de renovación del lenguaje plástico.

Cabe concluir, pues, que esta colección insólita de triple interés, literario, bibliográfico y plástico, y sobre todo su donación, su exposición pública (acompañada de una extraordinaria caja-catálogo que incluye un libro de estudio con textos de Rafael Sierra, Alicia García Medina, Juan Manuel Bonet y Juan Miguel Sánchez Vigil, así como las 543 portadas de la donación, documentadas y datadas una a una) y su futura disponibilidad para investigadores y estudiosos no son sino el desenlace final —y lógico— de toda una vida dedicada a los libros. La de Alicia García Medina y la de su abuelo Otón.

FUENTE: DIARIO EL PAÍS / Borja Hermoso

De Sevilla a Toledo: por los paisajes de leyenda de Bécquer

En la ciudad andaluza nació y está su tumba. Pero a lo largo de su vida, el poeta visitó el Moncayo, Soria o Navarra. Enclaves que tornó en mágicos escenarios de sus relatos

De la villa de Trasmoz (Aragón), Bécquer recogió la historia de la Tía Casca.

De la villa de Trasmoz (Aragón), Bécquer recogió la historia de la Tía Casca. CHAVI NÁNDEZ ALAMY

Es el segundo escritor español más leído o conocido, después de Cervantes; eso dicen los muñidores de estadísticas. Y no ha evitado los estragos de la actual pandemia: el 150º aniversario de la muerte de Bécquer, que se cernía como gran efeméride el pasado año, ha retrasado a 2021 eventos, festivales y otras celebraciones. No es para menos. Es nuestro poeta romántico más popular, una suerte de eslabón entre Lord Byron o Heinrich Heine (a quien él admiraba) y los más jóvenes Eminescu, Rimbaud o Sarkia, todos ellos abanderados de una lírica patria y cadáveres prematuros.

Pese a los contratiempos, no han faltado homenajes y relecturas: una reciente biografía de Joan Estruch, Bécquer. Vida y época, deshace el mito de poeta maldito, solitario y desdichado, soñador y pobre; destaca, por contra, su faceta más “social” y cierto compromiso político moderado o conservador. Lo que está claro es que fue un viajero pertinaz. Y aprovechó los lugares que recorría para tornarlos en paisaje de sus escritos. De su Sevilla natal a Madrid, pasando por ToledoSoria, la zona aragonesa del Moncayo o Navarra, calles, ríos o bosques se convierten gracias a su pluma en mágicos escenarios de leyenda.

El busto del poeta preside la glorieta de Bécquer, en el parque sevillano de María Luisa.
El busto del poeta preside la glorieta de Bécquer, en el parque sevillano de María Luisa. ESTELLEZ (GETTY IMAGES).

La casa donde nació el 17 de febrero de 1836, en la sevillana calle del Conde de Barajas, y otro par de ellas donde residió evocan al poeta con una simple placa, lo mismo que la derruida Venta de los Gatos. Estudió en el Real Colegio de San Telmo —actual sede de la Junta de Andalucía— y volvió a su ciudad en varias ocasiones. La última, en 1913, cuando fueron llevados sus restos a la universidad hispalense. En 1972 se trasladarían, junto con los de su hermano Valeriano, al Panteón de Sevillanos Ilustres. Su busto preside la glorieta de Bécquer, en el parque de María Luisa. Y una de sus leyendas más célebres, Maese Pérez el Organista, da relieve al órgano del convento de Santa Inés.

Con apenas 18 años, Gustavo Adolfo se traslada a Madrid soñando con hacer carrera literaria. Es en esa época cuando vive algo parecido a una bohemia de manual. Desde la villa y corte hace escapadas a Toledo, acompañado siempre por su hermano, pintor costumbrista (como lo fuera el padre). Tenía en la cabeza escribir una Historia de los templos de España, siguiendo la estela de Chateaubriand y su monumental Génie du christianisme; pero Bécquer solo llegó a completar una primera parte, referida a templos toledanos. Por cierto, en la portada del convento de San Clemente, y al igual que Byron en el castillo de Chillón (Suiza), dejó una firma que aún se conserva. Cuentan que cierta noche, hablando con su hermano de arquitrabes, arbotantes y otros términos abstrusos, unos guardias los oyeron y los arrestaron, pensando que eran espías. La Toledo que conoció le vino de perlas para situar algunas de sus Leyendas más célebres. Rincones, rótulos callejeros o viejas tradiciones se prestaban a ello: los amores desdichados entre cristiano y judía afloran en El pozo amargo o La rosa de la pasión; el enjambre de piedra de la catedral le inspiraría La ajorca de oro; los pasadizos y callejones, El Cristo de la calavera, El Cristo de las cuchilladas o El callejón del infierno; personajes históricos surgen en El beso o Las tres fechas… A esos lugares llegan hoy visitas guiadas o incluso teatralizadas, asombrando a los turistas con lances de honor y amores imposibles.

Exterior del Palacio Real de Olite (Navarra).
Exterior del Palacio Real de Olite (Navarra). UNAI HUIZI (GETTY IMAGES)

A los 21 años comienza a sufrir los primeros trastornos respiratorios. Tras unos años de escarceos (y desengaños) amorosas, intima con la hija del médico que le atiende, Casta Esteban. Se casan en 1861 en la madrileña parroquia de San Sebastián. Ese verano, en lo que podría considerarse su luna de miel, pasan una temporada en el balneario de Fitero, frecuentado entonces por políticos y próceres averiados. El ahora llamado hotel Bécquer acoge la suite 350, que recuerda su estancia. En el monasterio de Fitero sitúa la leyenda de El Miserere, y en sus entornos, La cueva de la mora. Roncesvalles y Olite (con su pequeño ensayo Castillo Real de Olite. Notas de un viaje por Navarra) son otros enclaves navarros objeto de sus escritos.

Su mujer tenía casa familiar en la localidad soriana de Noviercas y allí se trasladaron para que naciera su primer hijo. En la ciudad de Soria, a orillas del Duero, sitúa otra de sus narraciones más célebres, El monte de las ánimas; ello dio pie a colocar allí una estatua del poeta y celebrar, cada mes de noviembre, el Festival de las Ánimas.

Pero su salud empeoraba, así que en compañía de Valeriano buscó los aires saludables del Moncayo, aposentándose en el monasterio de Veruela. Este había quedado abandonado tras la Desamortización de Mendizábal; para atajar su ruina, una familia de Tudela instaló en él una hospedería. En los meses que permaneció allí, entre diciembre de 1863 y julio de 1864, Bécquer tuvo ocasión de visitar Tarazona y su mercado, así como otros pueblos del piedemonte. Enviaba a Madrid sus crónicas bajo el epígrafe Cartas desde mi celda. Y situó en el entorno del Moncayo leyendas como La corza blanca o Los ojos verdes. En Trasmoz recogió la historia, truculenta y real, de la Tía Casca, yerbatera acusada de brujería y linchada por los vecinos. Al pie del castillo se colocó una estatua sedente de Bécquer, robada luego y troceada para vender como chatarra.

Al regresar a Madrid, nace su segundo hijo y asume la dirección del periódico El Contemporáneo. Pero a los problemas de salud se suman los domésticos: su esposa Casta le es infiel, y cuando nace en Noviercas su tercer hijo hay quien pone en duda la paternidad del escritor. En 1870, al cumplir 34 años, está dirigiendo La Ilustración de Madrid. En septiembre de ese año muere su hermano Valeriano. Y el 22 de diciembre fallece el propio Gustavo Adolfo; no parece que fuera, como se ha dicho, de tuberculosis, sino por una pulmonía, o tal vez sífilis. Dos días después, a la salida del funeral, el pintor José Casado del Alisal reúne en su estudio a los amigos del poeta y propone un crowdfunding (entonces lo llamaban “suscripción popular”) para editar la obra dispersa y ayudar a la viuda. La iniciativa fue un éxito (el propio rey Amadeo de Saboya encabezaba la lista) y las obras completas de Bécquer aparecían en dos tomos al año siguiente. Hace justo 150 años.

Fuente : El País / Carlos Pascual .

El Tesoro de Guarrazar: siglo y medio para resolver un enigma visigodo

Un arqueólogo consigue explicar por qué se ocultaron una veintena de coronas de oro y otras joyas en una huerta a 15 kilómetros de Toledo.

El Arqueólogo Juan Manuel Rojas. Junto a una de las basas desenterradas en la basílica de Guarrazar. Víctor Sainz / EPV.

El arqueólogo Juan Manuel Rojas ha resuelto uno de los enigmas que desde hace más de 150 años intentaban desentrañar los expertos en historia y arqueología con escaso éxito: ¿quién y por qué escondió una veintena de coronas de oro visigodas, además de numerosos cálices y cruces del valioso metal, en un paraje deshabitado a 15 kilómetros de Toledo, en el municipio de Guadamur? Es lo que se conoce como Tesoro de Guarrazar, por el nombre de la finca donde fue hallado, un relato en el que se entremezclan traiciones, robos, intrigas diplomáticas y hasta abominables criminales nazis.

Para entender la historia hay que remontarse hasta el año 711 cuando las tropas musulmanas y bereberes de Táriq Ibn Ziyad atraviesan la Península sin apenas resistencia militar. Su aplastante victoria frente a los ejércitos de don Rodrigo en la batalla de la Laguna de la Janda —también conocida como batalla de Guadalete—les había dejado el camino expedito hacia la capital del reino visigodo, Toledo.

La hipótesis hasta ahora manejada por los especialistas es que los cristianos tomaron la decisión de ocultar el tesoro real –que fueron recogiendo por todas las iglesias y palacios del reino– en una solitaria huerta para recogerlo una vez pasado el peligro. Abrieron dos fosas y en ellas vertieron coronas, cálices, joyas y cruces de oro recubiertas de gemas y esmeraldas. Durante más de 1.100 años quedaron así ocultas hasta que Escolástica Morales, hija de Francisco Morales y María Pérez, sintió una necesidad fisiológica al volver desde Toledo en el verano de 1858. Al ocultarse tras unas piedras vio un hueco y dentro de él un objeto que brillaba. Padres e hija comenzaron a extraer las impresionantes piezas, las lavaron en una charca cercana, llenaron las alforjas del burro que los acompañaba y siguieron su camino en mitad de una fortísima tormenta. Lo que no sabían es que otro vecino de Guadamur, Domingo de la Cruz, les observaba a unos metros. Cuando se marcharon, él se acercó al hueco y descubrió otro de las mismas dimensiones. Allí se ocultaba la otra parte del increíble tesoro.

La pregunta que queda desde entonces en el aire es: ¿por qué se ocultaron las joyas reales en mitad del campo sin puntos de referencia claros para recuperarlas? El enigma ha provocado desde su hallazgo y posterior pérdida –el conjunto fue vendido al Estado francés– numerosas polémicas políticas e históricas, que se han plasmado últimamente en dos libros: la novela El último tesoro visigido (Penguin Random House), del académico de Historia José Calvo Poyato, y Guarrazar, el tesoro escondido, del historiador Pedro Antonio Alonso Revenga.

Juan Manuel Rojas lo explica así: “No tenía ningún sentido lo que se decía de que lo ocultaron en una huerta. Por eso, empecé a excavar en la parcela donde se halló y que en 1859 ya excavó Amador de los Rios. Él encontró diversas estructuras y restos arquitectónicos, lápidas [incluida la del presbítero Crispinus, que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional]. Pero se seguía con la teoría de la huerta. Era cuestión de verlo todo desde un punto global”. Así, con la ayuda decidida del Ayuntamiento de Guadamur, inició unas investigaciones que han dado lugar, además, a un parque arqueológico visitable.

Durante los últimos años han aflorado los muros de un edificio de más de 30 metros de longitud, una iglesia basilical, los restos de un posible palacio, un cementerio visigido y hasta una edificación que servía de residencia a los peregrinos. Porque las pesquisas de Rojas le permiten afirmar que el lugar donde se halló el tesoro era, en realidad, un complejo religioso, semejante al santuario de Lourdes (Francia), con aguas curativas propias (el pozo donde los Morales limpiaron las joyas) y donde los cristianos venían a pedir a Dios su sanación. Por eso, y dada su importancia, el tesoro real se guardaba allí, en los edificios religiosos y reales, de cuyos techos colgaban las coronas votivas de los monarcas.

Cuando sus ocupantes conocieron el avance imparable de los musulmanes, aterrados, buscaron un lugar donde enterrar las joyas. Se les ocurrió que lo mejor era meterlas en el cementerio. Allí nadie miraría. Levantaron dos lápidas, escondieron los preciados objetos, los taparon con piezas de tela y arena y volvieron a poner los cadáveres encima. Cuando Escolástica se ocultó para hacer sus necesidades más de mil años después, buscó el lugar más protegido: lo que ella no reconoció como la valla del desaparecido cementerio.

En 2014, durante las labores de excavación de uno de los grandes edificios desenterrados, la alcaldesa de Guadamur, Sagrario Gutiérrez, comenzó a remover con una palita una pequeña alberca hallada junto a una estructura arquitectónica. Buscaba encontrar de dónde procedía el manantial que llenaba la balsa. Escarbó hasta que la pala hizo aparecer algo azul: era una de las joyas que se habían desprendido de las coronas cuando los Morales las lavaron en lo que creyeron un pozo y que no era otra cosa que el lugar donde los peregrinos tomaban el agua del santuario.

Himmler entra en juego

El Tesoro de Guarrazar fue vendido en 1856 a diversos joyeros toledanos. Numerosas piezas fueron fundidas y desmontadas para hacerlas desaparecer de las autoridades y de la policía. Otras, en cambio, se conservaron y terminaron en manos del diamantista José Navarro. Este las vendió al Museo de Cluny(Francia). El Gobierno español, en mitad de un fortísimo escándalo que llegó a las Cortes, intentó recuperarlas sin éxito. Napoleón III esgrimía las más peregrinas excusas.

Finalmente, en 1941, con una Francia ocupada, el lugarteniente de Adolf Hitler, el nazi Heinrich Himmler, devolvió al Gobierno de Francisco Franco buena parte del hallazgo, además de piezas arqueológicas como la Dama de Elche. Hoy en día, gran parte del descubrimiento se puede admirar en el Museo Arqueológico Nacional y en el Palacio de Oriente, en Madrid, mientras que otras joyas se conservan en el Museo de Cluny.

«Es una historia apasionante que aún no ha acabado», señala el catedrático de Historia José Calvo Poyato. «Domingo de la Cruz, el otro vecino que halló numerosas alhajas, agobiado por la presión, regaló a Isabel II parte de lo que encontró, incluida la corona de Suintila. Esta se guardó en la armería del Palacio Real hasta 1921, cuando fue robada». Calvo recuerda que las pesquisas policiales fracasaron, aunque estuvieron cerca de encontrarla. «¿Dónde está la corona de Suintila, el rey visigodo que expulsó a los bizantinos de la Península? Ese es otro de los misterios aún sin resolver. Indudablemente es una historia apasionante que da para muchos más libros», concluye el académico.

UN PASEO POR LA HISTORIA

Guadamur es un pequeño pueblo toledano recubierto de olivos que guarda dos joyas: su impresionante castillo en un excelente estado de conservación y el Tesoro de Guarrazar. Sobre este último, y gracias a la cooperación público-privada, se han abierto dos lugares para conocer mejor la historia del que está considerado el más importante conjunto de joyas visigodas de Europa. En la localidad hay un centro de interpretación municipal donde se reproducen todas las coronas, calices y cruces desenterrados en la finca de Guarrazar, además de amplios paneles que explican de manera clara el reinado de los visigodos. También se pueden admirar piezas arquitectónicas encontradas por los vecinos en la zona y que han sido donadas al Ayuntamiento.

A poco más de un par de kilómetros, se levanta un cuidado yacimiento. Incluye visitas guiadas por los terrenos y la posibilidad de hacer actividades arqueológicas y medioambientales con los niños. El precio por persona es de 8 euros, descuentos para desempleados y gratuidad para niños menores de 10 años.

FUENTE: DIARIO EL PAÍS / VICENTE G. .