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Por qué pasear lo cura (casi) todo

Varios ensayos clínicos y experimentos han demostrado que caminar tiene distintos beneficios físicos y mentales, incluso aunque los paseos sean breves

People walking by Cauce del Río in Valencia, Spain
Un grupo de personas pasean por Valencia.MÒNICA TORRES

Paradójicamente, en el hiperactivo siglo XXI, pasear y divagar empieza a tener buena prensa. Preguntado un neurocientífico por los beneficios de andar sin rumbo, dedica 20 minutos a enumerar las buenas razones que tenemos para deambular entre 20 o 30 minutos cada día. “Pasear tiene dos vertientes, cuando lo haces por sitios conocidos y cuando vas por lugares nuevos. Si paseas por sitios que ya conoces, los primeros efectos positivos son los de activación cardiovascular: quien mueve las piernas, mueve el corazón. Mientras paseas, giras la cabeza: el campo visual va cambiando y se encuentran estímulos visuales a la derecha y a la izquierda. De esta manera, se activan ambos hemisferios cerebrales, el paseo los pone a hablar entre sí. Esto es un magnífico ejercicio, pues en el cerebro, un hemisferio suele dominar sobre el otro”, dice el doctor Bruno Ribeiro, profesor del Departamento de Anatomía Humana y Psicobiología de la Universidad de Murcia.

Ribeiro, con consulta de Desarrollo Cognitivo en Sha Wellness Clinic, explica que, si se hace de forma consciente “estando aquí y ahora”, el paseo se transforma en un acto meditativo. “Para eso, hay que abstraerse de pensamientos del pasado y del futuro y concentrarse en el presente. Es muy difícil, pero si se consigue, el paseo tendría todos los beneficios de una meditación. A veces, las personas con dificultades para hacer una meditación clásica pueden conseguirlo durante un paseo”.

Pasan aún más cosas en el cerebro cuando paseamos por sitios desconocidos, según indica Ribeiro, como que se libera dopamina, “un neurotransmisor que marca la novedad en el cerebro y sirve para identificar el peligro o para prestar atención. Un buen aporte diario de dopamina elevará otro neurotransmisor, la serotonina, que es la responsable del estado de ánimo. El paseo ayuda a mantener ambos neurotransmisores en niveles altos”.

Los flâneurs, aquellos románticos paseantes parisinos, fueron identificados por Charles Baudelaire como “observadores diletantes de la vida urbana”. Al principio se los consideraba gente vaga, sin oficio ni beneficio, hombres de poco provecho, dedicados a perder el tiempo. El Gran Diccionario Universal Larousse del siglo XIX de 1872 los describió de un modo ambivalente, inquietos y holgazanes a partes iguales. Pero por esa época también empezaron a aparecer los defensores del arte de pasear. El escritor y crítico literario Charles A. Sainte Beuve dejó escrito que la flânerie era “lo opuesto a no hacer nada”. Y Balzac, que deambular era “gastronomía para los ojos”.

¿Qué se sabe hoy de los beneficios de pasear? Varios ensayos clínicos y experimentos han demostrado que el deambular mental del caminante propicia la creatividad. La explicación es que como no se requiere un esfuerzo consciente para andar, la atención se libera, se abre a nuevas imágenes y asociaciones, la mente lo mezcla todo. Precisamente, es el estado perfecto para innovar. Lo comprobaron dos profesores de la Universidad de Stanford, Marily Oppezzo y Daniel Schwartz, en una serie de estudios en 2014 que midieron cómo caminar cambiaba en cada momento los niveles de creatividad. En los cuatro experimentos, 176 estudiantes tuvieron que completar varias tareas de pensamiento creativo mientras estaban sentados, andando sobre una cinta de correr o paseando por el campus. En una de las pruebas se debían buscar usos atípicos a objetos de la vida cotidiana, como un botón o un neumático. Lo que comprobaron fue que cuando los estudiantes andaban se les ocurrían hasta seis veces más usos para esos objetos que cuando hacían la prueba sentados. Sin embargo, en las pruebas que requerían una respuesta única y precisa se cometieron más errores cuando el grupo iba paseando. Los investigadores concluyeron que dejar la mente a la deriva en un mar de pensamientos era bueno para crear, pero no para encontrar una solución única a un problema.

Por dónde paseamos también importa. No es lo mismo andar por un bosque que hacerlo por una ciudad. Un estudio de la Universidad de Carolina del Sur, dirigido por el profesor Marc Berman, comprobó que los estudiantes que paseaban por una arboleda tenían un rendimiento mejor en una prueba de memoria respecto a los que andaban por la ciudad. Existe una pequeña, pero consistente, selección de trabajos que sugiere que deambular por espacios verdes puede resetear los recursos mentales que se agotan rápidamente en los entornos urbanos creados por el hombre. El argumento de sus autores es que la atención es un recurso limitado que se acaba a lo largo del día. Una esquina llena de gente, con ruido de tráfico, luces y vallas publicitarias consumiría nuestra atención rápidamente, mientras que en un paseo por la naturaleza, en un ambiente sin grandes estímulos, la mente podría desplazarse de una experiencia sensorial a otra y descansar.

Las personas que olvidan cosas con frecuencia también podrían mejorar su memoria con un breve paseo enérgico, pero en este caso la clave está en la palabra enérgico. Según Rong Zhang, profesor de Neurología en el Peter O’Donnell Jr. Brain Institute de UT Southwestern, en Dallas (Texas), para mejorar el flujo sanguíneo en el cerebro deberíamos aumentar el ritmo cardiaco durante el paseo. Esto significa sentir algo de dificultad para respirar y tener problemas para mantener una conversación. En su trabajo, un grupo de personas mayores y de mediana edad mejoró la memoria y la función cognitiva con una caminata de media hora durante cinco días a la semana. Un año después, un estudio de seguimiento corroboró estos resultados. Ambos trabajos sugieren que se necesita mantener estos niveles de actividad al menos durante un año para comenzar a notar mejoras en la memoria y la cognición.

Y si es de los que se queda atrapado en bucles de pensamientos rumiantes, pasear también es para usted. Una breve caminata será suficiente para cambiar el foco de la obsesión. En 2020, un estudio publicado en la revista The Journal of Environmental Psychology demostró que andar 30 minutos era suficiente para romper una espiral obsesiva de pensamiento negativo. “La caminata interrumpe el ciclo y nos saca del bucle de pensamientos, ya sea porque el paisaje redirige nuestra atención o porque el ejercicio físico exige cierta concentración”, escribieron los autores.

Para conseguir beneficios cardiovasculares y protección para algunos tumores y enfermedades crónicas, los paseos no tienen que ser muy largos. Según los resultados publicados recientemente por la revista British Journal of Sports Medicine, bastarían 75 minutos semanales de actividad física moderada, la mitad de la recomendación clásica de la OMS, para prevenir una de cada 10 muertes prematuras. Tras revisar 196 estudios con 30 millones de personas, los investigadores comprobaron que el ejercicio moderado frente a no hacer nada reducía en más de un 30% la probabilidad de una muerte prematura por cualquier causa, en un 29% la mortalidad por enfermedades cardiovasculares, y en un 15% las muertes por cáncer.

Otro trabajo llevado a cabo en 11 centros de Atención de Primaria en España analizó los mínimos necesarios para beneficiarse del ejercicio físico moderado, y concluyó que 50 minutos a la semana de caminar a buen ritmo reducía en un 30% la mortalidad. La importancia de este hallazgo es que para las personas que llevan años de vida sedentaria los beneficios empiezan a notarse con incrementos pequeños de actividad física. Si no se llega a los 150 minutos recomendados, andar 50 minutos semanales a buen paso empezaría a cambiar el estado de la cuestión. No hay un umbral mínimo para conseguir beneficios, siempre se gana paseando.

El filósofo francés Frédéric Gross, autor del ensayo Andar, una filosofía (Taurus), también cree que para pensar bien hay que levantarse de la silla y salir a pasear. “Para pensar libremente hay que hacerlo al aire libre, ligero, como el caminante”, escribe. En su libro cuenta los paseos, más que amortizados, de grandes pensadores como Nietzsche, Rousseau o Montaigne. Y no es que pensemos peor cuando estamos inactivos, pero se nos suelen ocurrir ideas estáticas. “A uno le vienen las ideas precisamente porque no las busca”, dice. Gross recomienda hacer apuntes durante los paseos, en la libreta o en el teléfono, porque son ideas buenas, dice, pero ligeras y frágiles, fáciles de olvidar. Y sería una pena porque, si hacemos caso a Nietzsche, “solo tienen valor los pensamientos que nos vienen a la cabeza mientras andamos”.

Fuente: El País/Karelia Vázquez.

Caminar nos arruina la vida. Es la peor de las vidas mejores

En el paseo, también emerge la verdad: éramos más felices antes, cuando no cumplíamos las recomendaciones médicas

Caminar
ENRIC EJARQUE

Como tantísimos otros ciudadanos, camino a diario. Lo hago al estilo Rajoy, a paso ligero y por prescripción médica. Mi reumatóloga me ha persuadido, con bibliografía y una tonelada de consejos, de que ese ejercicio moderado me va a mejorar la vida. Si persisto, puedo hacer que la enfermedad degenerativa que ya me ha fusionado varias vértebras avance muy despacio o, incluso, se detenga en esta fase, sin amargarme más. No ha sido fácil romper el sedentarismo: el dolor de los primeros días de actividad fue atroz, pero confié en la bibliografía que aseguraba que, si apretaba los dientes y aguantaba, pronto notaría mejoras. Menos mal que hice caso. Hoy, caminar es un placer, casi una necesidad, un hábito que extraño mucho los días en que no puedo hacerlo. Me calzo las zapatillas, me pongo los auriculares y salgo a la calle feliz, a enfilar mi ruta por parques, bosquecillos y cursos de agua.

No quiero negarlo: soy otra persona, una persona mejor. He perdido unos kilos, he recuperado cierta movilidad y ya no sufro esos dolores infernales. Vivo más cómodo y seguramente soy una compañía menos latosa ahora que no tomo analgésicos y puedo agacharme para recoger cosas del suelo sin pedir ayuda, pero me resisto a engañar a los amigos que me celebran el cambio: esta vida mejor es una vida mejor de mierda.

Quizá sea porque camino aislado sonoramente, escuchando podcasts de Radio Clásica que me explican un cuarteto americano de Dvorák, pero mis paseos tienen una consistencia astral. A los pocos pasos, la conciencia flota libre y contempla el mundo con el volumen al cero. A las horas de mis caminatas, en el parque y el bosquecillo solo hay gente que hace ejercicio. Destacan los aristócratas de este reino, los runners, que subrayan su sangre azul llamándose a sí mismos en inglés, renunciando al prosaico corredores. Van equipados con armaduras de Decathlon, lucen escudos heráldicos de Nike y se saben tan dueños del parque que jamás se desvían de su ruta, milimétricamente calculada para sus marcas y objetivos. Como no les oigo venir por detrás, me suelen pasar rozando, y algún día me tararán y me pisotearan, con el mismo desprecio con el que el señor feudal arrollaba a sus villanos con su caballo. Los ciclistas son otra orden nobiliaria del ejercicio, de hábitos y arrogancias muy parecidos. Tienen en común la forma en que nos desprecian, como los alpinistas a los senderistas. Para ellos, los andarines somos la base de la cadena trófica, una especie que no merece ni ser depredada porque es insípida y sin nutrientes. Prefieren comer barritas energéticas.

No es su desprecio lo que hace de esta vida una mierda. Contaba con él y asumo su clasismo: sin duda lo merezco, pues represento todo aquello que detestan. Si viviéramos en un sistema de castas eficaz, no tendrían que cruzarse conmigo, pero la maldita democracia nos da el mismo derecho a usar los parques, así que procuro hacerlo sin estorbarles. Me acongojan los andariegos como yo, que somos muchos. La mayoría, todo he de decirlo, más viejos. A mis 43, soy el alevín de la tribu. Mis congéneres caminantes me sacan de media 15 o 20 años, y la mayoría lucen tristes y cascados. No sé qué contarán a sus amigos y familias cuando estos les celebren la persistencia en el andar y el tipín que se les está poniendo, pero en el parque no se puede disimular el ánimo. Con la séptima de Shostakóvich en los auriculares, sus caras dicen: vaya mierda.

Quizá con Mozart o con un aria de Tosca, sus caras me parecerían más alegres. Al fin y al cabo, la séptima de Shostakóvich, dedicada al cerco de Leningrado, habla de muerte y canibalismo, pero precisamente por eso me da la medida justa de la verdad. Nadie está contento. Puedo adivinar que muchos andadores (por razones de estadística cardiológica, la mayoría son hombres) han pasado por su primer infarto y están intentando conjurar el segundo. A la vida ya solo le piden un poco más de vida. Saben que su posición negociadora con el destino es débil, que no están para pedir amores arrebatados ni ser estrellas del trap y perrear con Nathy Peluso. Con un poquito más de eso, un poquito más de ese sol de invierno y de ese alivio leve de endorfinas, les vale. Como me vale a mí poder asentir o negar con la cabeza sin que me crujan las vértebras. De ahí nuestra tristeza, de la conciencia aguda del final. Nos quedan pocos memento vita. Hay que conformarse con los memento mori, que son más interesantes en términos literarios, pero maldita sea la literatura.

Me gustaría guardarles el secreto. En un mundo obsesionado por la salud y el cuerpo, la hipocresía social nos obliga a mostrarnos agradecidos y a predicar cuales Saulos de Tarso la buena nueva de la vida activa, pero si yo escucho a Shostakóvich es para evitar la tentación de ponerme esa canción ratonera y elegiaca de Los Enemigos en la que se despide de los bares (“adiós, venteros; / adiós, mármol grasiento. / Salud, caballeros, / yo les cedo mi asiento”). Me siento mejor con esta vida ordenada, baja en grasas y casi abstemia, pero mi vida era mucho más interesante cuando incumplía todas las recomendaciones de la OMS. Con mirada de perro encerrado y triste, mis compañeros de caminata me lo dicen también. El humo de aquellos cigarros y los posos de la última copa de vino tal vez abrieran una vía de alta velocidad hacia la tumba, pero qué tumba tan rica, sutil y acogedora. Se marchaba más feliz en esos vagones de mugre y trasnoche que avanzando paso a paso por la senda arbolada del bienestar.

Lo sabemos nosotros, los andariegos, los que vivimos porque hay que vivir, porque lo contrario sería estúpido, pero caminar, desde Sócrates hasta hoy, pasando por todos los filósofos de los que habla Ramón del Castillo —otro andariego— en su ensayo Filósofos de paseo, es un acto prestigioso, no solo compatible con el pensamiento, sino propiciador del mismo. Y como pensadores que caminan comprendemos que la única forma de acompasar la mente y el cuerpo es mediante el engaño. En el paseo, la verdad aparece molesta e inevitable, y todas las fantasías sobre la juventud eterna y la perfección corporal se vuelven vanas. Uno lo hace porque hay que hacerlo, porque la alternativa aterra, pero no nos infantilicen con autoengaños impropios de un adulto. Éramos más felices antes. Vivir sabiendo que todo aquello acabó quizá nos haga más sabios y quién sabe si ejemplares, pero también un poco sísifos y un poco mecánicos. De algún modo, somos menos humanos, y como la pirámide de la población se invierte y pronto seremos casi todos ancianos que caminan por los parques, la Europa que viene será menos humana, con un tono más pálido, con músicas elegiacas, más tirando a penitas de Shostakóvich que a arrebatos de Beethoven. Seremos más sabios también. Es decir, seremos una mierda.

Fuente: El País/Sergio del Molino.