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Que los niños tengan libros, aunque sean tan poca cosa

A mi hija Candela le gusta mucho que le leamos o, mejor dicho, le mostremos los cuentos; esos artefactos con páginas rígidas que, cuando adquirió algo de lenguaje, llamaba ‘pentos’, y que, alejada aún de las pantallas, son su principal fuente de entretenimiento y aprendizaje

“Que todos los niños reciban un regalo, aunque sea un libro”, dijo en célebre patinazo la alcaldesa de Zaragoza, Natalia Chueca, recibiendo a los Reyes Magos. Pobres niños que solo tienen libros, pudiendo tener movidas de plástico y de colores. En realidad, lo que dijo la alcaldesa no es tan descabellado: leer es lo que hacemos cuando no hay nada mejor que hacer, por eso la gente leía en la sala de espera del dentista, en el vagón de metro, en la cola del supermercado, como un remedio contra el tedio cotidiano. Ahora que hay teléfonos más inteligentes que sus dueños ya siempre hay algo mejor que hacer, por eso donde antes se veía a gente leyendo se suele ver a gente abismada en la pantalla del smartphone, haciendo scroll como quien reza el rosario. Empieza a haber wifi en los aviones, los últimos templos de la lectura.

La lectura, sin embargo, se recomienda mucho a los niños, se lo dirá cualquier pedagogo o pediatra. La relación de mi hija Candela, de dos años y pico, con los libros es estrecha. En general, la relación de los niños con los libros nos parece más estrecha que la de los adultos. Al crecer, dejamos esa actividad primordial de la lectura para ocuparnos en otras más interesantes y maduras, como las redes sociales, el fútbol o el alcohol. A Candela le gusta mucho que le leamos o, mejor dicho, le mostremos los cuentos; esos artefactos con páginas rígidas que, cuando adquirió algo de lenguaje, llamaba “pentos”, y que, alejada aún de las pantallas y otras distracciones, son su principal fuente de entretenimiento y aprendizaje.

En uno de ellos, un conocido oso amarillo se empacha de miel hasta que le duele la tripa. Así que su grupo de amigos más íntimos (un cerdito, un tigre, un búho) busca la miel por su casa, encuentra el alijo almacenado bajo su cama y lo esconde, porque, según observan, el oso no es dueño de sí mismo. El cuento habla sin tapujos de la adicción: me llama la atención que los amigos del oso se vean obligados a una decisión tan radical, allanando su morada sin permiso y robando la miel. Aunque sea por su bien. En otro cuento, un grupo de animales colabora formando una torre con sus cuerpos, desde el más grande, el elefante, hasta el más pequeño, el ratón, para llegar a la Luna y darle un mordisco. Nos gusta el mensaje, que promueve la colaboración entre todos los animales del bosque sin importar las diferencias y, es más, sacando partido de ellas. Aunque la pobre Luna, al final, se queda triste y lisiada por el mordisco del ratón, que ha dejado su pequeña dentadura marcada en su borde.

Otros de los libros preferidos de Candela forman la colección De la cuna a la lunade la editorial Kalandraka, obra del poeta Antonio Rubio y el dibujante Oscar Villán. Son muy bonitos, en formato cuadrado, y muy sencillos; se pueden leer cantando. Uno, titulado Violín, trata sobre los instrumentos musicales y termina con un beso a papá; otro, titulado Animales, está protagonizado por caracoles, cocodrilos y elefantes; otro, Luna, el gran éxito de la colección, versa sobre el melancólico satélite de la Tierra, ya que la Luna y los animales parecen protagonizar buena parte de la producción editorial para niños. Es una pena que la mayoría de los adultos no seamos conscientes de las maravillas de la literatura infantil y juvenil hasta que somos padres, cuando descubrimos que es un territorio fantástico y diverso, y, por lo visto, un buen negocio.

Candela pide una y otra vez que le contemos los “pentos”, nunca se cansa, aunque se los hayamos contado 40 veces y se los sepa de memoria (una noche que no se dormía le conté uno 40 veces exactas, para su deleite). De hecho, parece que lo que le gusta es saberlos de memoria, conocer las melodías y poder predecir lo que va a pasar: el disgusto por el spoiler es algo también muy adulto y muy contemporáneo; tradicionalmente lo gustoso de las narraciones era saber cómo discurrían y acababan, no vivir en la cruel incertidumbre del cliffhanger. Tal es la pasión de Candela por esa colección que la llevamos, poco antes de cumplir dos años, a la Feria del Libro de Madrid, en el parque del Retiro, que yo estaba cubriendo ese verano, para que en la caseta de Kalandraka pudiera conocer a Antonio Rubio y este le cantara uno de sus libros y le firmara otro. Candela no sabía demasiado bien quién era Antonio Rubio, ni qué hacía en aquella caseta, encerrado dentro de ese zoo de escritores amaestrados que es la Feria, pero nos resultó amable y divertido, y guardamos la anécdota para siempre: los inicios de la niña en las firmas de libros. Tenemos foto.

Los libros no solo se leen o se miran. Para Candela, un libro es un mecano: no le importa la tesis que defiende o las facetas más poéticas del estilo, sino los colores de su portada, su tamaño, apilarlos de una u otra manera, como una arquitecta pequeña y delirante. Tiene especial preferencia por los volúmenes de la editorial argentina Caja Negra que, aunque se dedican a las facetas más disruptivas del pensamiento contemporáneo (aceleracionismo, neoperaísmo, xenofeminismo), ejercen especial embrujo sobre la niña, con colores vivos y diseños geométricos. Con la filosofía más vanguardista Candela hace torres y montañas, como si tal cosa. Pasamos el día reordenando las baldas más bajas de la biblioteca, donde la niña alcanza y hace de las suyas, y a veces nos resulta irritante el desorden que genera, pero no le impedimos el acceso, porque pensamos que el roce con los libros desde pequeña quizás la convierta en una gran lectora en el futuro. Quién sabe.

Candela aprende muchas cosas en los libros, y lo más sorprendente es la facilidad con la que extrapola el mundo ideal y bidimensional de los dibujos de las historias de Teo a la realidad tridimensional, que tiene más esquinas y rugosidades y menos colores pastel. Es el paso del mundo de las ideas platónico al desagradable mundo material: Candela está obrando en su cabeza, sin saberlo, los fundamentos del pensamiento occidental. Qué haría Candela sin libros. Aunque sean solo libros.

FUENTE: DIARIO EL PAÍS / SERGIO C. FANJUL

Un banderín del Atleti

En una entrevista, la neurocientífica Mara Dierssen explicó que muchas de las células cerebrales asociadas con la memoria promueven activamente el olvido

El Atlético de Madrid ha felicitado la Navidad con un vídeo en el que un taxista se encuentra, en un páramo, a un anciano desorientado. Es una historia hermosa e impactante. En ella, el taxista aparca en medio de la noche y se baja para preguntarle al anciano qué hace allí. “No encuentro mi casa, estaba aquí”, dice señalando la nada. El conductor se ofrece a ayudarlo pero choca con la desconfianza del viejo: déjeme su cartera para averiguar su dirección, le dice; ¿no me querrá robar?, pregunta el otro antes de entregársela. Finalmente, los dos se suben al taxi, aunque los intentos del conductor por establecer diálogo chocan con el silencio y la desconfianza de su pasajero. Y entonces el conductor habla de fútbol. El partido de ayer, ¿lo vio? El anciano se espabila: ¡qué tres goles! Sonríe el taxista, y el anciano sigue hablando: “Y qué partidazo de Di Stéfano, es el mejor”. El desconcierto del conductor; la animosidad por fin del anciano, que empieza a hablar de Di Stéfano y sus impresionantes cualidades. Y el taxista, entonces, retira el banderín de su club que lleva colgando del espejo retrovisor y dice: “Sí, es el mejor, Di Stéfano”. Y los dos siguen hablando todo el trayecto hasta que llegan a casa del anciano, donde ya le esperaba su familia; al volver el conductor al taxi solo, coloca de nuevo el banderín del Atleti donde estaba mientras aparece el mensaje “Por encima del Atleti están los valores del Atleti”.

Es una historia perfecta de Navidad, es decir, de cualquier época del año. Quizá por eso no ha despertado tanto odio como el esperado en redes sociales (si bien hice un scroll prudente: en Twitter se me ha cansado antes el dedo que la cabeza). Del bello mensaje, de ese gesto humano del taxista escondiendo su banderín por seguir generando amistad en un anciano tan frágil y de confianza precaria (claro que podría dejar el banderín en su sitio, pero por qué no charlar unos minutos desde el mismo bando si ya os habéis ido los dos a los años sesenta), me paré a pensar en aquello que nos queda, la última resistencia, cuando la enfermedad nos vacía la cabeza. Las canciones de hace décadas que aún guardan los enfermos en algún lugar del cerebro y pueden recordar o cantar, la memoria afectiva que hace que no recuerden quién es su hijo, pero sí la paz y el amor que les transmite su presencia. Los rayos de luz, fulminantes, que de vez en cuando iluminan una zona ya nunca transitada y que de repente se aparecen como en un milagro, el último, tal que a García Márquez en el restaurante Viridiana de Madrid, sin reconocer ya a nadie, dijo al escuchar el nombre de Aureliano Buendía: “A ése lo conozco”.

En una entrevista en EL PAÍS, la neurocientífica Mara Dierssen explicaba que muchas de las células cerebrales asociadas con la memoria promueven activamente el olvido, como las nuevas neuronas que nacen en el cerebro después de nuestro nacimiento. “Gracias a esas neuronas, el cerebro sobreescribe y borra memorias (…). Al margen del olvido generado por la lejanía temporal, los recuerdos están influidos por las emociones de la persona. Y aunque a todos nos gustaría borrar de la mente las experiencias negativas, los malos recuerdos pueden tener un valor de supervivencia, para evitar repetir los errores cometidos o para protegerse mejor en el futuro”. Mira que si al final el anciano era del Atleti, y recordaba a Di Stéfano por puro temor.

DIARIO EL PAÍS / MANUEL JABOIS

Caminar nos arruina la vida. Es la peor de las vidas mejores

En el paseo, también emerge la verdad: éramos más felices antes, cuando no cumplíamos las recomendaciones médicas

Caminar
ENRIC EJARQUE

Como tantísimos otros ciudadanos, camino a diario. Lo hago al estilo Rajoy, a paso ligero y por prescripción médica. Mi reumatóloga me ha persuadido, con bibliografía y una tonelada de consejos, de que ese ejercicio moderado me va a mejorar la vida. Si persisto, puedo hacer que la enfermedad degenerativa que ya me ha fusionado varias vértebras avance muy despacio o, incluso, se detenga en esta fase, sin amargarme más. No ha sido fácil romper el sedentarismo: el dolor de los primeros días de actividad fue atroz, pero confié en la bibliografía que aseguraba que, si apretaba los dientes y aguantaba, pronto notaría mejoras. Menos mal que hice caso. Hoy, caminar es un placer, casi una necesidad, un hábito que extraño mucho los días en que no puedo hacerlo. Me calzo las zapatillas, me pongo los auriculares y salgo a la calle feliz, a enfilar mi ruta por parques, bosquecillos y cursos de agua.

No quiero negarlo: soy otra persona, una persona mejor. He perdido unos kilos, he recuperado cierta movilidad y ya no sufro esos dolores infernales. Vivo más cómodo y seguramente soy una compañía menos latosa ahora que no tomo analgésicos y puedo agacharme para recoger cosas del suelo sin pedir ayuda, pero me resisto a engañar a los amigos que me celebran el cambio: esta vida mejor es una vida mejor de mierda.

Quizá sea porque camino aislado sonoramente, escuchando podcasts de Radio Clásica que me explican un cuarteto americano de Dvorák, pero mis paseos tienen una consistencia astral. A los pocos pasos, la conciencia flota libre y contempla el mundo con el volumen al cero. A las horas de mis caminatas, en el parque y el bosquecillo solo hay gente que hace ejercicio. Destacan los aristócratas de este reino, los runners, que subrayan su sangre azul llamándose a sí mismos en inglés, renunciando al prosaico corredores. Van equipados con armaduras de Decathlon, lucen escudos heráldicos de Nike y se saben tan dueños del parque que jamás se desvían de su ruta, milimétricamente calculada para sus marcas y objetivos. Como no les oigo venir por detrás, me suelen pasar rozando, y algún día me tararán y me pisotearan, con el mismo desprecio con el que el señor feudal arrollaba a sus villanos con su caballo. Los ciclistas son otra orden nobiliaria del ejercicio, de hábitos y arrogancias muy parecidos. Tienen en común la forma en que nos desprecian, como los alpinistas a los senderistas. Para ellos, los andarines somos la base de la cadena trófica, una especie que no merece ni ser depredada porque es insípida y sin nutrientes. Prefieren comer barritas energéticas.

No es su desprecio lo que hace de esta vida una mierda. Contaba con él y asumo su clasismo: sin duda lo merezco, pues represento todo aquello que detestan. Si viviéramos en un sistema de castas eficaz, no tendrían que cruzarse conmigo, pero la maldita democracia nos da el mismo derecho a usar los parques, así que procuro hacerlo sin estorbarles. Me acongojan los andariegos como yo, que somos muchos. La mayoría, todo he de decirlo, más viejos. A mis 43, soy el alevín de la tribu. Mis congéneres caminantes me sacan de media 15 o 20 años, y la mayoría lucen tristes y cascados. No sé qué contarán a sus amigos y familias cuando estos les celebren la persistencia en el andar y el tipín que se les está poniendo, pero en el parque no se puede disimular el ánimo. Con la séptima de Shostakóvich en los auriculares, sus caras dicen: vaya mierda.

Quizá con Mozart o con un aria de Tosca, sus caras me parecerían más alegres. Al fin y al cabo, la séptima de Shostakóvich, dedicada al cerco de Leningrado, habla de muerte y canibalismo, pero precisamente por eso me da la medida justa de la verdad. Nadie está contento. Puedo adivinar que muchos andadores (por razones de estadística cardiológica, la mayoría son hombres) han pasado por su primer infarto y están intentando conjurar el segundo. A la vida ya solo le piden un poco más de vida. Saben que su posición negociadora con el destino es débil, que no están para pedir amores arrebatados ni ser estrellas del trap y perrear con Nathy Peluso. Con un poquito más de eso, un poquito más de ese sol de invierno y de ese alivio leve de endorfinas, les vale. Como me vale a mí poder asentir o negar con la cabeza sin que me crujan las vértebras. De ahí nuestra tristeza, de la conciencia aguda del final. Nos quedan pocos memento vita. Hay que conformarse con los memento mori, que son más interesantes en términos literarios, pero maldita sea la literatura.

Me gustaría guardarles el secreto. En un mundo obsesionado por la salud y el cuerpo, la hipocresía social nos obliga a mostrarnos agradecidos y a predicar cuales Saulos de Tarso la buena nueva de la vida activa, pero si yo escucho a Shostakóvich es para evitar la tentación de ponerme esa canción ratonera y elegiaca de Los Enemigos en la que se despide de los bares (“adiós, venteros; / adiós, mármol grasiento. / Salud, caballeros, / yo les cedo mi asiento”). Me siento mejor con esta vida ordenada, baja en grasas y casi abstemia, pero mi vida era mucho más interesante cuando incumplía todas las recomendaciones de la OMS. Con mirada de perro encerrado y triste, mis compañeros de caminata me lo dicen también. El humo de aquellos cigarros y los posos de la última copa de vino tal vez abrieran una vía de alta velocidad hacia la tumba, pero qué tumba tan rica, sutil y acogedora. Se marchaba más feliz en esos vagones de mugre y trasnoche que avanzando paso a paso por la senda arbolada del bienestar.

Lo sabemos nosotros, los andariegos, los que vivimos porque hay que vivir, porque lo contrario sería estúpido, pero caminar, desde Sócrates hasta hoy, pasando por todos los filósofos de los que habla Ramón del Castillo —otro andariego— en su ensayo Filósofos de paseo, es un acto prestigioso, no solo compatible con el pensamiento, sino propiciador del mismo. Y como pensadores que caminan comprendemos que la única forma de acompasar la mente y el cuerpo es mediante el engaño. En el paseo, la verdad aparece molesta e inevitable, y todas las fantasías sobre la juventud eterna y la perfección corporal se vuelven vanas. Uno lo hace porque hay que hacerlo, porque la alternativa aterra, pero no nos infantilicen con autoengaños impropios de un adulto. Éramos más felices antes. Vivir sabiendo que todo aquello acabó quizá nos haga más sabios y quién sabe si ejemplares, pero también un poco sísifos y un poco mecánicos. De algún modo, somos menos humanos, y como la pirámide de la población se invierte y pronto seremos casi todos ancianos que caminan por los parques, la Europa que viene será menos humana, con un tono más pálido, con músicas elegiacas, más tirando a penitas de Shostakóvich que a arrebatos de Beethoven. Seremos más sabios también. Es decir, seremos una mierda.

Fuente: El País/Sergio del Molino.