Archivo de la etiqueta: Muertes

Así viviremos cuando ya no queden insectos: la distopía de un mundo sin alimentos

El biólogo británico Dave Goulson proyecta en su nuevo libro cómo será nuestra vida en 2080, cuando falte comida por las consecuencias de la desaparición de abejas, mariquitas y escarabajos

Una mujer poliniza un peral en Hanyuan, Sichuan, al sudoeste de China, en marzo de 2015.
Una mujer poliniza un peral en Hanyuan, Sichuan, al sudoeste de China, en marzo de 2015.JIE ZHAO (GETTY IMAGES)

En abril y mayo trabajamos durante semanas polinizando a mano las flores. Mis tres nietos se suben como monos a las ramas para polinizar las flores más elevadas de los manzanos y los perales, procurando no romper ninguna rama ni ningún capullo. A diferencia de algunos árboles, los manzanos solo dan fruto si las flores reciben polen de una variedad de manzana diferente, por lo que tenemos que recoger cuidadosamente el polen de las flores de cada árbol, cepillando las anteras en un tarro de mermelada. Luego aplicamos el polen en las partes femeninas de un árbol de una variedad diferente. (…)

Marzo y abril son los peores meses, cuando las cosechas del año anterior se han acabado y la mayoría de los cultivos primaverales todavía no han madurado. El brócoli púrpura es estupendo, ya que florece exactamente en esta época. Lo complementamos con plantas silvestres, entre ellas, brotes de ortiga, raíces de diente de león, miscantos, pamplinas y cualquier verdura pasada que quede en la despensa, y añadimos a las ensaladas hojas jóvenes de abedul y de tilo. Los niños se quejan, pero están mejor que la mayoría. (…)

Hace tiempo, este fue un país rico, pero ahora la gente arriesga su vida por unas pocas patatas. Nadie vio las señales de alarma, pero las cosas empezaron a empeorar a gran velocidad en los años cuarenta. ¿Qué habíamos hecho mal? Nadie podía creer que una civilización global con un elevado nivel de conocimientos y tecnología pudiera colapsar. No debería sorprendernos, ya que otras civilizaciones pasadas siguieron el mismo destino. De hecho, todas han acabado colapsando. Durante el apogeo del Imperio Romano, nadie habría creído que su vasta y eficiente civilización pudiera ser destruida por las tribus del norte y que sus poderosas ciudades se convertirían en ruinas y caos. La historia nos demuestra que las grandes civilizaciones van y vienen: los imperios Han, Maurya, Gupta y mesopotámico eran muy complejos, avanzados y sofisticados para su época y, aun así, todos se derrumbaron. Mucha gente ni siquiera sabe que existieron. (…)

Al llegar la década de 2030 ya era demasiado tarde. El inevitable aumento del nivel de los océanos, agravado por las lluvias torrenciales y las tormentas, empezó a romper las defensas contra las inundaciones. Estas paralizaron muchas de las principales ciudades del mundo: Londres, Yakarta, Shanghái, Bombay, Nueva York, Osaka, Río de Janeiro y Miami, entre otras, sucumbieron ante el avance de las aguas. Debilitadas por las epidemias y enfermedades, las economías fueron incapaces de lidiar con el coste cada vez más elevado de las nuevas defensas contra las inundaciones. Muchas eran de hormigón, la fabricación del cual también liberaba más dióxido de carbono. Las compañías de seguros quebraron por la magnitud de los desastres y las coberturas de la propiedad se convirtieron en una cosa del pasado. Regiones enteras quedaron sumergidas bajo el agua, entre ellas, zonas extensas de Bangladés, las Maldivas, la mayor parte de Florida y las marismas de Inglaterra.

Durante semanas polinizamos a mano las flores. Escalamos como monos para llegar a las flores más altas de los árboles

Por culpa de lo que los científicos llaman “ciclos de retroalimentación positiva”, hiciéramos lo que hiciéramos ya no podíamos detener el cambio climático. La disminución de la capa de hielo de los polos redujo la reflexión de la energía solar, lo que provocó un mayor calentamiento que provocó que más hielo se derritiera y… vuelta a empezar. La descongelación del permafrost ártico liberó enormes cantidades de metano atrapado en el suelo. El metano es un gas cuyo efecto invernadero es muy superior al del dióxido de carbono. El cambio de los patrones climáticos redujo las precipitaciones que caían en el Amazonas, por lo que las pluviselvas que quedaban en esa región se marchitaron y murieron, destruyendo un ecosistema de 55 millones de años de antigüedad; el más rico de la Tierra. Cuando los delgados suelos que los bosques mantenían compactos empezaron a disgregarse y convertirse en polvo, liberaron más gases de efecto invernadero.

Lo que más nos afectó fue que empezó a no haber alimento suficiente para todo el mundo. En la década de 2040 se encadenaron varios episodios de sequías en el cinturón del trigo de Norteamérica, que redujeron drásticamente la disponibilidad de este cultivo tan esencial. Mientras tanto, en África, el Sáhara avanzaba hacia el sur, expulsando a innumerables agricultores de sus tierras, ya estériles. Había pocos lugares a los que ir. Las temperaturas en el África ecuatorial eran tan altas que los humanos no las pudieron soportar. Al mismo tiempo, el rendimiento de los cultivos polinizados por insectos, entre ellos, las almendras, los tomates, las frambuesas, el café y el chocolate, empezó a caer a medida que ocurría lo mismo con el número de insectos polinizadores en todo el mundo. Las plagas se volvieron resistentes a los pesticidas con los que las bombardearon durante décadas, puesto que las temperaturas cada vez más altas les permitían reproducirse más rápidamente. Los enemigos naturales de las plagas de insectos, depredadores como las mariquitas, los sírfidos, los neurópteros y los escarabajos carábidos, desaparecieron mucho tiempo antes. Los pastos se empezaron a asfixiar por la acumulación de excrementos de animales. Los escarabajos peloteros y las moscas que se alimentaban de estiércol empezaron a escasear, incapaces de lidiar con los fármacos y pesticidas que se administraban al ganado y que acababan entre sus heces. Sin insectos que transformaran el estiércol, la hierba tenía menos tierra en la que crecer, y las infecciones de gusanos intestinales que se transmitían a través de los huevos depositados en las heces se agravaron.

El suelo de muchos campos agrícolas era cada vez más fino y menos fértil. Tras cien años soportando una agricultura intensiva, el suelo se había disgregado u oxidado. Los que quedaban estaban siempre contaminados, sin lombrices ni las otras pequeñas criaturas que antes ayudaban a mantenerlos sanos. (…)

En los mares tropicales, los arrecifes de coral demostraron ser muy sensibles al ascenso de la temperatura. Se blanquearon y murieron. Antes de que yo naciera, mis padres aprendieron a bucear en la Gran Barrera de Coral, frente a las costas de Australia, y solían describirme la asombrosa variedad de coloridas criaturas que allí vieron. En solo un año, 2016, cuando yo tenía quince años, la mitad de la Gran Barrera de Coral murió. En 2035, casi todos los arrecifes de coral del mundo habían seguido el mismo destino. Se perdieron así las principales zonas de desove y cría de muchos peces que antes se capturaban como alimento. En las aguas más frías, la cada vez más desesperada búsqueda de peces provocó que las flotas de arrastreros industriales desobedecieran las directrices de los gobiernos respecto a la limitación de sus capturas y diezmaran las poblaciones que quedaban. Hacia 2050, en los mares apenas había vida, aparte de los bancos de medusas no comestibles que proliferaron cuando desaparecieron los peces.

Probablemente, si los gobiernos hubieran hecho caso de las evidencias y trabajado juntos, nuestra civilización no habría pasado el punto de no retorno allá por el año 2035. Por desgracia, en el momento en que era necesario que la humanidad usara su experiencia y sus recursos para superar el reto más difícil al que se había enfrentado jamás, le dio la espalda a la razón. Los precios de los alimentos aumentaron, la calidad de vida disminuyó, creció el desempleo y las continuas mareas de refugiados que no dejaban de llegar a los países desarrollados provocaron disturbios callejeros, protestas y la llegada al poder de políticos extremistas. Se deshicieron todas las alianzas internacionales y se optó por políticas aislacionistas y nacionalistas. Los países pusieron sus propios intereses por delante de los de la humanidad y de los de aquellos con los que compartíamos el planeta.

Fuente: El País/Dave Goulson

Hipatia de Alejandría, la ‘pop star’ de la Antigüedad que resiste al olvido

La filósofa, matemática y astrónoma fue asesinada en tiempos de negros dogmas. Pero su estela de libertad sigue viva

Death of Hypatia
El grabado ‘Muerte de Hipatia’, de Alexis Clerc, de finales del siglo XIX.BRIDGEMAN IMAGES (AGE FOTOSTOCK)

A veces la muerte es un símbolo que sobrevive al mar del tiempo. Centenares de años después de su asesinato a instancias del obispo Cirilo, Hipatia —intelectual de estilo renacentista que defendió la separación de poderes entre Iglesia y Estado— pervive asociada a la lucha por el compromiso y la libertad, y leer o escuchar su nombre es habitual en proyectos científicos, en escuelas, clubes de lectura, en institutos, calles o cafés.

Su figura fue invocada por Voltaire, Edward Gibbon o Bertrand Russell. Sobre su vida se han hecho documentales y películas como Ágora, de Alejandro Amenábar. En su popularísima serie de televisión Cosmos, Carl Sagan trató la muerte de Hipatia así: “En el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas”.

Los años vuelan, pero el recuerdo de la alejandrina regresa una y otra vez. Es una especie de pop star de la Antigüedad que se adapta a cada época y sobrevive al paso de los siglos. En estos momentos está en marcha Hypatia I, una misión de dos semanas liderada por científicas catalanas en la Estación de Investigación del Desierto de Marte, en Utah, donde han probado, entre otras cosas, un protocolo de comunicaciones con la Tierra. Cada 15 de marzo se celebra el Día de Hipatia para impulsar la investigación científica femenina, y la rapera Gata Cattana —que cantaba aquello de “Yo no camelo perfumes de Nina Ricci, soy más de libros de la Silvia Federici”— nombraba a Hipatia como una de las muchas “hijas de Eva buscando una luz”. Y son muchos más los que siguen recordándola: a finales de 2022 se reeditó la novela Hypatia, de Charles Kingsley (Legare Street Press); en Morir por las ideas. La peligrosa vida de los filósofos (Anagrama, 2022), el ensayista Costica Bradatan reflexiona sobre su brutal muerte, y también la de otros filósofos como Sócrates o Giordano Bruno.

La pregunta es: ¿hay alguien hoy —como Hipatia hace siglos— dispuesto a morir por defender sus ideas?

“Los filósofos viven al borde del abismo, porque la mayoría de las personas buscan respuesta en la religión, no en la filosofía”, reflexiona Bradatan. Para el autor rumano, la pensadora alejandrina vivió la filosofía como una especie de religión secular y su asesinato —como antes la muerte de Sócrates— representa el nacimiento y la consolidación de la filosofía, una especie de fundación a partir de actos sacrificiales. “Son muertes violentas de carácter público, que tienen cierta conexión con la idea de los mártires”, apunta en conversación telefónica.

“Siendo consciente de la posibilidad de asesinato, hacía lo que fuera necesario por sus principios”

Silvia Ronchey, filóloga

Bradatan, que describe la muerte como “un escándalo metafísico”, recoge en su libro una reflexión de Pasolini según la cual la muerte es el editor, el que traduce nuestra vida, porque cuando la estamos viviendo es intraducible y esta carece de significado. Si esto es así, la muerte de Hipatia —filósofa neoplatónica, matemática, astrónoma y docente, devenida después símbolo de la Ilustración, el Romanticismo, el protestantismo, el cientificismo o el feminismo— representa la lucha de la razón frente al fanatismo, un combate por el que dio la vida.

Una pensadora libre

Hipatia sabía que su posición abierta ante la creciente cerrazón cristiana podía ser un peligro. “Era muy consciente de la posibilidad de asesinato, pero también muy valiente. En nombre de sus principios, era capaz de hacer lo que fuera necesario”, apunta Silvia Ronchey, una de las mayores expertas en la figura de la pensadora alejandrina.

Para esta investigadora italiana, la de Hipatia no fue una muerte religiosa, sino una muerte política. “Murió por la libertad de pensamiento, por enfrentarse al fundamentalismo. Fue su posición moderada lo que hizo que la asesinaran”. Su instigador fue el obispo Cirilo, y aunque en la historiografía católica se habla de tumulto callejero, Ronchey revela que en realidad no fue así: “No era un tema de paganos contra cristianos. Hipatia tenía muchos estudiantes cristianos y no era una radical pagana. Probablemente incluso enseñaba cómo mediar con la nueva religión”, explica. Pero Hipatia defendía la separación de poderes entre Iglesia y Estado, mientras que Cirilo ansiaba concentrar todo el poder político. Tras su muerte, en su ciudad se produjo un importante éxodo de intelectuales y filósofos, que huyeron a Atenas en busca de seguridad.

Más allá del contexto histórico, el enfrentamiento entre la duda y el dogma, entre la apertura de miras y el fanatismo es un drama originario arquetípico. Sigue siendo “un conflicto eterno, que todavía no ha acabado, por el que muchos se juegan la vida, como podemos comprobar en Ucrania o por lo que sucede con las mujeres en Irán”, reflexiona esta experta en Bizancio. Por eso, Hipatia es “una figura muy contemporánea, una especie de campeona para la gente que sufre todo tipo de injusticias”, asegura.

¿Un peligro público?

Clelia Martínez Maza, catedrática de Historia Antigua de la Universidad de Málaga, destaca de Hipatia su papel protagonista en la escena intelectual y política del momento, un papel vedado entonces a cualquier mujer, incluyendo a las de la élite o la aristocracia. Su vida y su proceder “era algo muy extraño, observado con recelo. Como si fuera un peligro público”, explica Martínez, subrayando que en aquel tiempo las mujeres no tenían ningún tipo de independencia ni capacidad de acción: “Podía haber mujeres más preparadas que otras, pero su destino era cuidar bien del hogar, los hijos y el marido”.

Hipatia era una mujer que hablaba y opinaba en un mundo de hombres. Era también una excelente docente, “reconocida públicamente a pesar de vivir en una estructura patriarcal, pero una cosa son estructuras que permiten cierta libertad de acción y otra cosa es retarlas”, según Martínez. Fue también una importante figura intermediaria entre las fuerzas vivas religiosas —entre judíos, cristianos, paganos— y pudo ejercer también ese papel porque personificaba el espíritu de consenso.

Queda claro que Hipatia vivió en un pliegue del tiempo especialmente movido, el de la decadencia del Imperio Romano y las luchas internas que la provocaron. Alejandría era entonces la gran metrópoli mediterránea, un lugar de peregrinación para filósofos y pensadores del mundo. Una polis con cierto parecido a la Atenas del siglo V a. C., donde los políticos solían visitar a los filósofos influyentes para recibir consejos sobre cuestiones de Estado.

Pero a partir del año 400 d. C. Alejandría se fue convirtiendo en un lugar cada vez más dividido, donde el nuevo orden reclamaba que los templos paganos debían reconvertirse en iglesias o ser destruidos. Esas tensiones quedaron ejemplificadas en la relación entre el prefecto pagano Orestes y el arzobispo cristiano Cirilo: mientras el primero se mantuvo fiel a su paganismo y cultivó una estrecha relación con Hipatia, Cirilo quiso borrar toda sombra de paganismo de la ciudad y culpó a la filósofa de la negativa del prefecto a someterse a la “verdadera” fe. Fue en ese contexto tan volátil donde Hipatia murió asesinada. En tiempos de negros dogmas, era un enemigo a batir. Pero, paradójicamente, ella fue la que venció, porque su estela de libertad sigue viva.

Fuente: El País/ Mar Padilla.

La muerte y sus variantes

La séptima entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, cuenta que las personas se morían, qué hacían esas culturas con la muerte y la gran peste que los atacó en 2020

La gente visita el cementerio Chai Wan durante el Festival anual Chung Yeung para rendir homenaje a los familiares difuntos, limpiar las tumbas y dejar ofrendas en recuerdo en Hong Kong, China, en 2021.
La gente visita el cementerio Chai Wan durante el Festival anual Chung Yeung para rendir homenaje a los familiares difuntos, limpiar las tumbas y dejar ofrendas en recuerdo en Hong Kong, China, en 2021.ANADOLU AGENCY (VIA GETTY IMAGES)

Las vidas se habían prolongado mucho, es cierto, pero eso no significaba que las personas no murieran. En esos tiempos, cada día se morían en el mundo alrededor de 180.000 individuos: es difícil imaginar el drama único como algo tan repetido, tan poco original. Pero esa cantidad significaba que cada año no llegaba a morirse una de cada cien personas; en 1970 eran dos de cada cien. En 2020 se morían pero se morían menos y más tarde, y esa fue una de las causas principales por las que en ese medio siglo se duplicó la población del mundo. La razón de sus muertes era otro canto a la desigualdad: en los países ricos nueve de cada diez personas se morían por enfermedades relacionadas con la edad; en los países pobres, sólo seis de cada diez morían de viejos (ver cap.5).

La muerte, entonces, se escondía. Las palabras la escondían: las personas no se morían sino que fallecían, expiraban, fenecía, entregaban sus almas; algunos incluso parecían; unos pocos, parece, sucumbían. Y todo el aparato mortuorio consistía en ofrecer formas impersonales, normalizadas de morirse. Las personas ya no se morían en sus casas sino en meritorios, no se velaban en sus casas sino en tanatorios, vivían sus muertes como un trámite institucional que debía suceder en un lugar neutro, ajeno —donde, en general, no estaban para morirse sino para “curarse”. Se trataba de que no tuvieran que enfrentar el pasaje: el moribundo ya no se despedía de los suyos en una ceremonia íntima que asumía el final sino que era sedado para que se acabara sin notarlo. Nadie se enfrentaba con su muerte sino que la esquivaba todo lo que podía, incluso cuando no le quedaba modo de esquivarle. La muerte era, en esos días, el tabú más profundo.

(Fue un momento extraño. Decía un escritor Flaubert, francés del siglo XIX, que había habido en Roma, mucho antes, entre Cicerón y Marco Aurelio, un momento único en que “los dioses ya no estaban, Cristo todavía no estaba, y solo estuvo el hombre”. Aquellas décadas fueron algo semejante: el breve lapso en que todos se morían todavía pero muchos ya no creían que sus muertes los llevaran a otra vida; ese momento cruel en que la muerte fue real.)

Visitas al cementerio crematorio de Chai Wan durante el Festival anual Chung Yeung, en Hong Kong, China, en octubre de 2021.
Visitas al cementerio crematorio de Chai Wan durante el Festival anual Chung Yeung, en Hong Kong, China, en octubre de 2021.ANADOLU AGENCY (VIA GETTY IMAGES)

Las grandes religiones monoteístas, prometedoras de post-vidas más o menos eternas (ver cap.24), siempre habían enterrado a sus muertos. Sin embargo, en esos días, la capacidad de sus cementerios estaba desbordada por el crecimiento demográfico. Se construyeron grandes necrópolis de propiedad horizontal, donde los cuerpos no se depositaban en la tierra sino en nichos superpuestos a la manera de los edificios de departamentos: el sistema no parecía particularmente digno. Solo los más prósperos se enterraban en praderas pastosas que recordaban a las urbanizaciones o barrios cerrados de los suburbios ricos: las tumbas seguían siendo, como siempre, un reflejo de las habitaciones.

Y, al mismo tiempo, la movilidad de las familias hacía más improbable la opción de cuidar durante generaciones las sepulturas ancestrales. Así que, para muchos de ellos, la cremación se volvió una solución. La ceremonia era más simple: se echaba el cadáver a un incinerador y, minutos después, un operario entregaba unas cenizas a los deudos, que podían guardarlas junto al televisor o dispersarlas en algún lugar más o menos significativo. Así, el muerto no necesitaba un lugar físico mantenido a lo largo del tiempo, no se instalaba en ningún sitio: la desmaterialización de los cadáveres estaba de acuerdo con tantas otras pérdidas de materia que definieron a la época.

Y la muerte, así, se resolvía más rápido.

(Era, de algún modo, la venganza del fuego, su última revancha. Si su Era se estaba terminando —ver Prólogo—, si desaparecía de esas vidas, todavía reaparecía en esas muertes.)

Al mismo tiempo empezaban a aparecer ciertas grietas en la muerte institucionalizada: la eutanasia, una palabra antigua que significaba “buena muerte” era aceptada en unos pocos países. Consistía en que, cuando una persona sentía que su enfermedad no le permitía tener la vida que quería, cuando prefería tener ninguna a tener esa, podía dejarla en las mejores condiciones posibles. Durante siglos la eutanasia había sido condenada por la obediencia religiosa que suponía que solo el dios vigente tenía derecho a decidir cuándo se moriría cada quien; después, fue condenada por la soberbia de la ciencia médica, que competía para ver cuánto podían mantener módicamente vivos cuerpos que ya no tenían ninguna vida verdadera. Y tanto las iglesias como cierta ciencia se opusieron cuando Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Canadá, Colombia, España y Nueva Zelanda la permitieron; en el resto del mundo seguía siendo tabú, y se equiparaba con el suicidio.

Mientras tanto ciertos datos —siempre confusos— parecen significar que nunca se había suicidado tanta gente como en esos años. Groenlandia, la gran isla entonces helada, se había convertido en la capital mundial del suicidio: en ella, fría, oscura, casi despoblada, 60 de cada 100.000 personas se mataban cada año. Era un caso extraordinario, pero en Rusia, Lituania, Corea, China, Japón, Sri Lanka, Hungría, Ucrania, Uruguay, los suicidas eran más de 20 cada 100.000. La violencia propia mataba mucho más que la violencia ajena.

Ese aumento de la cantidad de suicidios es, pese a todo, discutible: sabemos que, durante muchos siglos, el suicidio no quedó registrado porque se disimuló, se hizo pasar por otras muertes. Era lógico: la mayoría de las religiones lo condenaba por razones de supervivencia: si su dogma aseguraba que la vida después de la muerte era mucho mejor que la vida antes, ¿cómo conseguir que los fieles no se fueran en masa a esa vida mejor —y dejarán a la iglesia de marras sin clientes? La única forma fue asegurarles que los suicidas no accedieran a esa vida posterior tan bien publicitada. Así consiguieron evitar cataratas de suicidios —y conseguir que los que existían se disimularan para esquivar el escarnio correspondiente. En la Tercera Década la influencia de esas religiones sobre los estados —ya muy disminuida— hizo que los registros se sinceraran y los suicidios se registrarán como tales. También es probable que, relajado el tabú religioso, se suicidara más gente que antes.

Así que no hay datos suficientes, pero es lícito pensar que fue el único período histórico en que las personas se mataron más a sí mismas que a otras personas. Y en todas partes los hombres se mataban mucho más que las mujeres: en Europa y América, cuatro veces más.

* * *

Otras maneras de suicidio, más prolongadas, menos espectaculares, seguían funcionando. Durante todo el siglo XX la humanidad había consumido con entusiasmo y sin reparos una droga que mataba a varios millones de personas por año. Fue, quizás, un caso único: otras sustancias nocivas consumidas a lo largo de los siglos ofrecían estados de conciencia alterados deseables —el alcohol, los psicotrópicos— o la atracción de un riesgo apetecible, pero el tabaco no modificaban la percepción ni parecía peligroso: era más que nada un objeto aspiracional, una fuente de status y glamour que campeo en las sociedades ricas durante muchos años. Al principio lo fumaban sobre todo los hombres; después, poco a poco, las mujeres fueron “conquistando la libertad” de hacerlo. Ni unos ni otros, por supuesto, creían que los cigarrillos les hicieran ningún daño. “Alguna vez los historiadores se preguntarán por qué, en esos años, millones de personas se envenenaran constante y concienzudamente, sin descanso y sin miedo, sin defensas”, escribió alguien en 1990.

En sus mejores momentos el tabaco era consumido por una buena mitad de la población adulta de los países más ricos. Recién a fines del siglo XX sus gobiernos consiguieron desoír los cantos de sirena —y los dineros— de las grandes empresas tabacaleras, admitieron sus perjuicios físicos y, preocupados por la saturación que sus víctimas producían en sus sistemas de salud, lanzaron campañas de concientización y, al fin, prohibieron su consumo en la mayoría de los lugares públicos. Parecía inútil, una de esas prohibiciones que solo aumentan el uso de lo que prohíben; fue curioso comprobar que, al cabo de 20 o 30 años, su consumo en esos países había disminuido a un tercio. Era casi un problema moral: la represión, una práctica tan justamente criticada y desdeñada, había logrado un fin loable.

Paquetes de cigarrillos en un quiosco en Hamburgo.
Paquetes de cigarrillos en un quiosco en Hamburgo.PICTURE ALLIANCE

Aunque también había sido decisiva la operación de imagen: de pronto los fumadores dejaron de ser los hombres y mujeres a imitar, los fuertes, los elegantes, los valientes, y pasaron a ser los débiles cobardes que no sabían resistirse a un vicio tonto. Tanto que, por ejemplo, en esos tiempos en que se suponía que las personas no podían resistir ni siquiera la visión de aquello que podría ofenderlas, algunas series de televisión advertían a sus espectadores que contenían “imágenes de tabaco”. Pero, una vez más, el sistema funcionó en los países más ricos, y a nivel global la cifra de fumadores se mantuvo: en 2020 los habitantes de los países más pobres —y sobre todo China— ya habían tomado el relevo, y siguieron envenenandose con nicotina y humo.

* * *

Mientras tanto, las drogas que entonces eran ilegales seguían siendo un foco de atención. En esos años había habido un reemplazo importante: las drogas clásicas de origen natural —marihuana, cocaína, heroína— estaban dejando lugar a las puramente químicas, como la metanfetamina y todas sus variantes. Las “drogas de diseño” eran más fáciles y baratas de producir —no se necesitaban plantaciones, campesinos, funcionarios corruptos, escuadrones armados, contrabandistas— y sus efectos estaban mejor adaptados a la demanda de esos tiempos.

Se calculaba —¿pero cómo saberlo a ciencia cierta?— que el negocio global de las drogas ilegales movía unos 600.000 millones de euros al año, diez veces menos que las drogas legales, muy poco menos que las armas legales (ver cap.22). Eso habría sido, si acaso, el uno por ciento del comercio mundial, y también solía calcularse que los consumidores de drogas ilegales no pasaban del uno por ciento de la población. Con incidencias tan bajas, era curiosa la repercusión que aquellas drogas tenían en aquel mundo.

(Hay algo allí que resiste a la comprensión del historiador: la cantidad de materiales —películas, textos, músicas, soportes varios— que todavía encontramos, relacionados con la fabricación, venta y consumo de esas drogas. Parece como si hubieran ocupado en el relato global de esos días un espacio radicalmente desproporcionado en relación a su circulación real, a su presencia material. Desde la incomprensión de unos tiempos que no lo practican, todavía esperamos que alguien lo explique y desentrañé.)

Un agricultor se ve con su machete en Vichada, Colombia el 5 de diciembre de 2017.
Un agricultor se ve con su machete en Vichada, Colombia el 5 de diciembre de 2017.ANADOLU AGENCY (GETTY IMAGES)

Más allá de su peso cultural y de la tontería de tantos jóvenes que se morían de sobredosis, es cierto que su circulación producía mucha violencia en los países donde las consumían —y más aún en los países que las producían y vendían (ver cap.23). Los empresarios que las controlaban necesitaban, para preservar ese control, mantener pequeños ejércitos que se enfrentaban entre sí para defender sus privilegios comerciales. Más allá de sus funciones específicas, aquellos hombres usaban su fuerza para emprender actividades paralelas y su dinero fácil para corromper a todo el que lo mereciera, convirtiendo sus lugares en zonas de confusión y de violencia. Es lo que sucedió, en esos años, en países como Colombia, México, Honduras, Guatemala, Afganistán, Pakistán, Nigeria, Kenia, Myanmar. La cantidad de dinero que manejaban esos empresarios era tan desproporcionada que muy pocos funcionarios —o periodistas o policías o políticos— se permitían rechazarlos: su dinero negro narco les daba un poder extraordinario.

Frente a eso, un movimiento incipiente por la “legalización de las drogas” solía invocar el ejemplo de la “Ley Seca” de principios del siglo XX, cuando los Estados Unidos prohibieron la circulación de bebidas alcohólicas y prohijaron el auge de una serie de organizaciones criminales —”la mafia”— dedicadas a fabricarlas y venderlas. Sin prohibición se acabaría la violencia ligada a este tráfico, decían, y proponían que se legalizara básicamente la marihuana, que era, entonces, la droga que menos violencia producía —pero no se atrevían a incluir en sus planteos a las otras. Algunos países incluso lo pusieron en marcha, y dieron un ejemplo perfecto de cómo una solución a medias nunca soluciona nada.

* * *

En ese extraño 2020 algo que nadie había imaginado produjo una conmoción mundial. Aquel año la enfermedad —la muerte— se transformó en el foco, el gran eje del mundo. La salud había progresado (ver cap.5) de forma extraordinaria en los 50 años previos —si entendemos la salud como la capacidad de las personas para mantenerse vivas y activas. “¿Qué es la salú sino la conjetura/ de que quizá vivamos otro poco?”, decía una cantante de esos tiempos. Pero aquel año todo ese avance pareció, de pronto, provisorio, frágil.

En esos días muchos deploraban la banalidad: hacía décadas que en el mundo no pasaba nada importante, ninguno de esos hechos que la Historia con mayúsculas recordaría. Ni las grandes guerras “mundiales” ni el mayor holocausto ni la llegada del hombre a la Luna ni un magnicidio realmente magno: esos últimos años habían estado llenos de cositas significativas —quizás incluso más que aquellas: la irrupción de la virtualidad había cambiado las vidas mucho más que un viaje de tres enmascarados al espacio— pero no rimbombantes. Hasta que llegó ese gran corte que la historia —creían— sí recordaría y apareció, precisamente, como un freno en esa evolución de la salud: la mayor peste en mucho tiempo, el más global de los eventos. Y resultó que no lo habían hecho los hombres sino los murciélagos: fue muy decepcionante, casi una humillación.

Lo llamaron “la pandemia”. La pandemia consistió en la difusión mundial de un virus —coronavirus SARS-CoV-2, originado en un pueblo del interior de la China—, que en pocos meses llegó a todo el planeta. Pasaba algo de lo que nadie podía escapar. Tenía sus diferencias según las sociedades, los países, pero fue el primer hecho realmente global de la historia humana: miles de millones pensando en lo mismo, ocupándose de lo mismo, definiendo sus vidas por la misma amenaza. El mundo se medicalizo: todo lo que sucedía estaba relacionado con la enfermedad y los intentos de evitarla. Las vidas, las noticias, los esfuerzos, las esperanzas eran un gran relato sanitario.

Personal sanitario totalmente protegido atiende a un paciente ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Infanta Sofía de San Sebastián de los Reyes (Madrid) en 2020.
Personal sanitario totalmente protegido atiende a un paciente ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Infanta Sofía de San Sebastián de los Reyes (Madrid) en 2020.EUROPA PRESS NEWS (VIA GETTY IMAGES)

En la mayoría de los países la primera reacción consistió en confinar —a la manera medieval— a todos los ciudadanos en sus casas. Ese confinamiento duró, según los estados, entre dos y diez meses, y produjo unos nervios y una calma que el mundo no había visto en milenios: se prohibió la circulación salvo cuando era indispensable, se suspendió la mayoría de los trabajos, cerraron las escuelas y comercios y bares y espectáculos y todo lo demás, dejaron de circular trenes y aviones. El mundo superpoblado se volvió, de pronto, inmóvil y vacío.

La muerte, entonces, se convirtió en el único tema: fue el eje que estructuraba todo. Miles de millones de personas hacían lo que hacían por el miedo a morirse. En esos días, gracias a ese miedo, miles de millones aceptaron imposiciones que nunca habrían aceptado de otro modo: resignaron la mayor parte de sus libertades a cambio de la supuesta protección contra el enemigo invisible. Las policías patrullaban las calles para garantizar que nadie más saliera y tantos ciudadanos los ayudaban denunciando a quienes lo intentaban. La tentación autoritaria se encontró con una causa que la justificaba y esas personas pudieron ejercer su despotismo de opereta en nombre del bien común. Los organismos de control de los estados tuvieron, durante esos meses, tanto más poder que en cualquier otra época moderna; unas pocas voces se alzaron para alertar sobre el peligro de que los ciudadanos no pudieran recuperar sus libertades cuando pasara la amenaza; no imaginaban, por supuesto, lo que sucedería.

La fase aguda de la pandemia duró más de dos años. Muchas personas perdieron sus trabajos, muchas los cambiaron, casi todas perdieron a alguien más o menos cercano. Durante meses, todas miraron a las demás como enemigos en potencia, una amenaza: el hombre se había vuelto un —portador de— virus para el hombre. Todas dejaron de tocarse y no sabían cómo saludarse: no era importante, salvo como un signo de la profundidad con que las viejas costumbres habían sido sacudidas por el sismo corona. La certeza de no tener certezas fue, quizá —relataron numerosos testigos—, lo peor de ese lapso. O, si acaso, lo más interesante.

Sus efectos directos fueron más o menos mensurables: aunque las cifras difieren mucho —porque muchos países no estaban en condiciones de registrar los resultados— la cifra más aceptada rondaba los seis millones y medio de muertos; solo en los tres países más afectados, Estados Unidos, India y Brasil, murieron más de dos millones. Sin embargo, cálculos de la Organización Mundial de la Salud cifraban la cantidad total en más de 15 millones. Esa diferencia abismal era otra muestra del desconcierto dominante.

La peste también sumió a más de 150 millones en la pobreza, redujo las economías a sus peores niveles en décadas y, en medio de tanta caída, confirmó una tendencia: los diez hombres más ricos de aquel mundo —nueve norteamericanos y un francés— duplicaron su patrimonio, que pasó de 700 a 1.500 millones de euros.

Los efectos mediatos siguieron reverberando a través de las décadas. Entre los más significativos, con ser muchos y variados, podríamos resaltar los siguientes:

Una persona fallecida en un ataúd con la etiqueta "SARS-CoV-2 positivo - Corona" es incinerada en un horno crematorio en Alemania.
Una persona fallecida en un ataúd con la etiqueta «SARS-CoV-2 positivo – Corona» es incinerada en un horno crematorio en Alemania.PICTURE ALLIANCE

♦ La amenaza puso de manifiesto que, en situaciones extremas, los estados eran indispensables —y la famosa “libertad de los mercados” no alcanzaba. Fueron los estados los que decidieron las medidas, los estados los que garantizaron que se cumplieran, los estados los que se hicieron cargo de los enfermos, los estados los que subsidiaron la búsqueda de vacunas, los estados los que subvencionaron a los trabajadores sin trabajo y a las empresas sin negocio, los estados los que inyectaron sumas inusitadas para revivir la economía caída. Tras 40 años en que las políticas de “la derecha” habían consistido en declamar la inutilidad de los estados, ese mismo sector los usó para salvar su mundo del desastre completo. Se abría, sabemos, una etapa distinta.

♦ Como en toda catástrofe, la farmacología y las terapias crecieron en tropel. Si la Gran Guerra de principios del siglo XX sirvió para mejorar tanto las técnicas quirúrgicas, y su repetición en 1939 sancionó la irrupción de la penicilina, la pandemia aceleró la elaboración de vacunas basadas en el ARN —ácido ribonucleico mensajero— cuya difusión podría haber tardado, sin esa urgencia, décadas. Entre esas vacunas y las más tradicionales —pero que también se completaron en tiempo récord—, los médicos y biólogos consiguieron que aquella peste produjera infinitamente menos muertes que su antecedente más directo, la Gripe de 1918, que había matado a más de 50 millones en un mundo con cuatro veces menos habitantes.

Y sin embargo en varios de los países más ricos hasta un tercio de la población se negó a vacunarse. En algunos, los gobiernos decidieron medidas para obligarlos; en otros, no. Fue, en todos, un síntoma brutal de la fuerza que había alcanzado la desconfianza de las instituciones y los líderes, que tendría tamañas consecuencias.

Largas filas de personas con y sin citas en Cal State LA para vacunarse contra el COVID-19 en Los Ángeles en 2021.
Largas filas de personas con y sin citas en Cal State LA para vacunarse contra el COVID-19 en Los Ángeles en 2021.MEDIA NEWS GROUP (VIA GETTY IMAGES)

♦ Pero esas mismas vacunas, que protegieron con eficacia a una parte importante de la humanidad, cumplieron otra de las funciones más brutales de la pandemia: desnudar estructuras, relaciones, tendencias que la “normalidad” anterior había sabido mantener veladas. Esas vacunas, como es lógico, fueron producidas en los países más poderosos: Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Rusia, China —donde la investigación científica y los medios técnicos lo permitían. Allí, las desarrollaron en general laboratorios privados que, aprovechando la investigación pública y los subsidios estatales, ganaron fortunas vendiéndose esas drogas a esos mismos estados (ver cap.5). Así, esos países y los otros ricos acapararon suficientes dosis como para inmunizar varias veces a su población. Alrededor de un tercio de la humanidad fue rápidamente vacunada; los otros dos tercios —África, Asia, América Latina— lo fueron tarde y poco.

Era una caricatura de las desigualdades habituales: unos cuantos países concentraban toda la riqueza —en este caso, sanitaria— del mundo, mientras el resto sufría y los envidiaba. Pero esta vez los efectos no se limitaron a los sermones remanidos de los pocos que solían lanzarlos: la pandemia demostró que no se podían salvar sólo unos cuantos; que no proteger a todos era, a fin de cuentas, no proteger a nadie. No se trataba de pruritos morales: en los países pobres, poco vacunados, siguieron apareciendo nuevas mutaciones del virus que encontraron su camino hacia los países ricos y allí, esquivando vacunas que no estaban preparadas para esas cepas nuevas, prolongaron el contagio y la zozobra. Pocas situaciones, a lo largo de la historia, habían mostrado con más fuerza la necesidad de la solidaridad social, tan declamada como poco practicada. Tampoco lo fue entonces: una cantidad de países pobres pidieron la liberación de las patentes de las vacunas pero el sistema global se opuso y lo impidió. Prefirieron correr el riesgo de los nuevos rebrotes antes que renunciar al dogma —la propiedad privada— y abrir la puerta a quien sabe qué dudas.

♦ Otro efecto inesperado fue el enorme salto hacia adelante de la civilización digital. Por supuesto, ya antes de la pandemia las comunicaciones digitales estaban en auge. Pero fueron los confinamientos sanitarios los que obligaron a las empresas más poderosas y a las familias y agrupaciones varias a tratar de reemplazar cualquier reunión presencial por las llamadas con o sin imagen y los —súbitamente— famosos encuentros virtuales, que se volvieron perfectamente omnipresentes para trabajar, conversar, “conectarse” (ver cap.17).

Sabemos que, cuando la situación se normalizó, muchas empresas —e incluso muchas familias— decidieron mantener esas formas digitales. Las grandes oficinas empezaron a desaparecer: una de las marcas del siglo XX —aquellos mastodontes de vidrio y acero que concentraban a miles de empleados en un lugar común— perdía su hegemonía (ver cap.15). Y más allá: la virtualidad se hizo cada vez más habitual hasta que terminaría, como sabemos, invadiendo todos los ámbitos de nuestras vidas. Solo que entonces, claro, lo que empezaba era esa etapa de transición en que el mundo fue plano, antes de recuperar, si no la materia, sí la tercera dimensión.

♦ En el Mundo Rico, la pandemia desnudó la soledad en que vivía mucha gente (ver cap.2). Privados de asistir a sus trabajos, a sus contados escenarios sociales, más y más personas pasaron meses sin contacto con otros seres vivos. Una prueba menor es que, en Estados Unidos, uno de cada cinco “hogares” —23 millones— se compró en ese lapso un animal de compañía, perro o gato.

Imagen que muestra la vida cotidiana en un centro residencial de atención para personas mayores, en Bélgica.
Imagen que muestra la vida cotidiana en un centro residencial de atención para personas mayores, en Bélgica.PHOTONEWS (VIA GETTY IMAGES)

♦ Por último —aunque esta lista sea incompleta y casi caprichosa— la pandemia produjo la sensación, tan justificada, de la fragilidad de todo lo que hasta entonces parecía tan sólido. Si una pequeña mutación de un virus chino causaba esos efectos, era evidente que la civilización humana estaba construida sobre pilotes temblorosos. Algunos lo plantearán como una revancha de la naturaleza, que se vengaba de los malos tratos humanos o, menos animistas, como un ejemplo de lo que podía pasar cuando los hombres modificaban sin tasa el medio ambiente.

Y al mismo tiempo se instaló una forma del miedo que hasta entonces había existido más que nada en ficciones baratas: los ataques biológicos destinados a producir una infección global parecieron de pronto muy factibles. El mundo empezó a temer esta variante posible del terrorismo: si alcanzaba con modificar un virus y ponerlo en circulación para producir semejantes perturbaciones, sonaba perfectamente lógico que ciertos grupos —delincuentes que exigían un rescate, descontentos que buscaban cambios— lo intentaran. Entonces no era más que una idea; sabemos demasiado bien cómo siguió.

* * *

Mientras tanto, en medio de la mayor ola de muertes civiles que el mundo había conocido en décadas, otra idea seguía abriéndose camino: cada vez más científicos y emprendedores pensaban que la muerte no era la conclusión inevitable de la vida sino un error que se podría solucionar.

Hasta entonces todas las formas de lidiar con la muerte habían sido virtuales: la principal era la promesa de esas religiones que aseguraban que, si el creyente obedecía sus reglas, una vida mejor lo esperaba tras el tránsito incómodo. Pero precisamente en esos días, mientras la vida se volvía cada vez más virtual, empezaban a aparecer formas materiales de pelear contra la muerte.

El foco de estos primeros intentos estaba en California, el más rico de los estados de los Estados Unidos. Allí, varios empresarios más o menos jóvenes que se habían enriquecido desmesuradamente con negocios y productos digitales vivían vidas demasiado agradables como para soportar la idea de que se acabarían —y decidieron invertir en evitarlo. Su esperanza era que la noción de esperanza de vida perdiera sentido: que la vida fuera más allá de sus limitadas esperanzas. Ellos fueron los sponsors principales de las investigaciones que se lanzaron en esos años y que, con el tiempo, se fueron alineando en dos vías diferenciadas.

Estaban, por un lado, los que se aferraban a la materialidad tradicional y buscaban recursos para prolongar el uso de los cuerpos. Su estrategia se basaba en todo tipo de terapias celulares, remedios personalizados, mecanismos para detener el envejecimiento y, en última instancia, la fabricación de órganos y miembros para reemplazar a los que empezaran a fallar. Tenían un problema: sus proyectos no anularon la muerte, solo la postergaba —aunque los más ambiciosos ya creían que un plan consecuente de terapias y reemplazos podía mantener un cuerpo en funcionamiento durante siglos.

Por otro lado, los más audaces se adaptan mejor a la época: trabajaban las opciones virtuales. Fue precisamente en esos años cuando se empezaron a diseñar modos de “escanear” los cerebros humanos para poder transferir toda su información —su persona— a máquinas corpóreas —los famosos robots, que entonces conservaban formas mucho más humanoides— donde podrían subsistir indefinidamente. Es cierto que, cien años después, aquellos primeros intentos —como los reseñados en una crónica de la época, Sinfín— parecen ingenuos y entrañables y ligeramente desviados, pero también lo es que sin ellos nunca habríamos llegado adonde estamos.

Fuente: El País/Martín Caparros.

Muere el indígena más solitario de Brasil y, con él, desaparece su tribu

El llamado Indio del agujero, por los socavones que hacía en sus chozas, fue hallado muerto por el indigenista que le monitoreaba

El indígena más solitario de Brasil —el único superviviente de la matanza de su tribu que eligió vivir el resto de su vida sin contacto con otros— fue hallado muerto hace unos días en la tierra indígena Tanaru, en el Estado de Rondonia, en la Amazonia. Yacía en su hamaca, cubierto con plumas de guacamayo. Conocido como el Indio del agujero (indio do buraco, en portugués) porque cada una de sus chozas tenía un profundo socavón, su cuerpo semidescompuesto fue localizado la semana pasada por Altair Algayer, el funcionario indigenista que durante 26 años lo monitoreó periódicamente por encargo del Estado brasileño. Su fallecimiento significa también la desaparición de su tribu, de etnia desconocida, porque en todos estos años jamás pronunció una palabra ante los blancos. Las autoridades creen que murió por causas naturales.

El hecho de que viviera en soledad desde hace un cuarto de siglo convirtió al Indio del agujero en uno de los indígenas no contactados —los que rechazan la relación con el resto de la sociedad— más conocidos de Brasil. La Fundación Nacional del Indio (Funai), el organismo oficial creado para proteger a los nativos, trasladó sus restos a Brasilia para ser sometidos a análisis forense. El anónimo varón vivía en un territorio de 80 kilómetros cuadrados rodeado de fincas ganaderas y en el que una ley que se renueva cada tanto impedía entrar a los extraños para protegerlo. Se cree que tenía unos 60 años. Las autoridades pretenden enterrarlo en la tierra donde vivió.

Durante los últimos 26 años, Algayer, empleado de la Funai, y su equipo cuidaron del bienestar del indígena en la distancia. Juntos encarnan cómo funciona la política de no contacto con los nativos que rehúyen a los blancos, adoptada por Brasil a finales de los ochenta. Cada tres meses, un equipo de la Funai se acercaba a él y colocaba una cámara para seguir sus actividades y ver si la tierra que habitaba había sido invadida. Así saben que la choza en la que murió era la número 53 de las que fue construyendo a lo largo de los años, “todas con el mismo patrón arquitectónico, con una puerta de entrada y salida y siempre con un agujero en el interior de la casa”, indica la nota de pésame publicada por la Funai. Nadie sabe por qué los construía o qué función tenían los agujeros.

Esperando a la muerte

Marcelo dos Santos, del equipo que lo protegía, explicó al medio Amazonia Real que el indígena “fue hallado en la hamaca, cubierto de plumas de guacamayo. Estaba esperando la muerte, no tenía señales de violencia”.

Pocas imágenes existen del anónimo indígena. Las más nítidas fueron grabadas en vídeo y difundidas hace unos años por el organismo que vela por los aborígenes. Aparece desnudo, con una especie de capa, talando un árbol sin ser consciente de que alguien desde la distancia acerca y aleja el zoom de una cámara.

En el delicado equilibrio de la política de no contacto, el indígena no habló nunca en presencia de sus cuidadores —quizá para evitar que por el idioma lo identificaran—, pero sí llegó a aceptar algunas semillas y herramientas que le iban dejando “para mejorar su calidad de vida”, como explica una nota de la OPI (Organización de los Pueblos Aislados, en portugués). Los funcionarios siempre evitaron forzar el contacto con él.

Los indígenas no contactados son el eslabón más débil entre los nativos, aunque son los que mejor preservan la jungla y la biodiversidad. Brasil tiene contabilizadas unas 115 tribus. El valle de Javari, en la frontera con Colombia y Perú, es el lugar con mayor presencia de estas tribus y el lugar donde Bruno Pereira, un especialista en nativos aislados, y el periodista británico Dom Philips fueron asesinados en junio por unos pescadores furtivos.

La llegada de Jair Bolsonaro al poder, hace casi cuatro años, significó el creciente debilitamiento de las instituciones que cuidan del medioambiente, los indígenas y la biodiversidad.

Se sabe que el Indio del agujero sobrevivió a una matanza en 1995, cuando terratenientes de la región pagaron a colonos para que exterminaran a toda la tribu y destruyeran cualquier rastro de su existencia. Era la manera de apropiarse de tierras selváticas para convertirlas en pastos. Ninguno de los suyos sobrevivió. Y él comenzó una nueva etapa en una soledad elegida y casi absoluta. Se alimentaba de jabalíes, tortugas o pájaros que cazaba con flechas o trampas. También le gustaba la miel.

Afirma la OPI, una ONG, que el indígena solitario de la tierra Tanaru “fue víctima de un atroz proceso de exterminio, a consecuencia de la llegada de grandes fincas patrocinadas por el Estado. Presenció la muerte de su pueblo, su tierra se convirtió en pastos y fue condenado a pasar el resto de su vida en una pequeña porción de la selva intervenida por la justicia y rodeada de grandes fincas en la región del río Corumbiara, en Rondonia”. La ONG y otros activistas temen que, al perder a su único habitante, la tierra a la que otorgaba protección legal quede a merced de los intereses agrícolas.

FUENTE: DIARIO EL PAÍS / NAIARA GALARRAGA GORTÁZAR