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El Tesoro de Guarrazar: siglo y medio para resolver un enigma visigodo

Un arqueólogo consigue explicar por qué se ocultaron una veintena de coronas de oro y otras joyas en una huerta a 15 kilómetros de Toledo.

El Arqueólogo Juan Manuel Rojas. Junto a una de las basas desenterradas en la basílica de Guarrazar. Víctor Sainz / EPV.

El arqueólogo Juan Manuel Rojas ha resuelto uno de los enigmas que desde hace más de 150 años intentaban desentrañar los expertos en historia y arqueología con escaso éxito: ¿quién y por qué escondió una veintena de coronas de oro visigodas, además de numerosos cálices y cruces del valioso metal, en un paraje deshabitado a 15 kilómetros de Toledo, en el municipio de Guadamur? Es lo que se conoce como Tesoro de Guarrazar, por el nombre de la finca donde fue hallado, un relato en el que se entremezclan traiciones, robos, intrigas diplomáticas y hasta abominables criminales nazis.

Para entender la historia hay que remontarse hasta el año 711 cuando las tropas musulmanas y bereberes de Táriq Ibn Ziyad atraviesan la Península sin apenas resistencia militar. Su aplastante victoria frente a los ejércitos de don Rodrigo en la batalla de la Laguna de la Janda —también conocida como batalla de Guadalete—les había dejado el camino expedito hacia la capital del reino visigodo, Toledo.

La hipótesis hasta ahora manejada por los especialistas es que los cristianos tomaron la decisión de ocultar el tesoro real –que fueron recogiendo por todas las iglesias y palacios del reino– en una solitaria huerta para recogerlo una vez pasado el peligro. Abrieron dos fosas y en ellas vertieron coronas, cálices, joyas y cruces de oro recubiertas de gemas y esmeraldas. Durante más de 1.100 años quedaron así ocultas hasta que Escolástica Morales, hija de Francisco Morales y María Pérez, sintió una necesidad fisiológica al volver desde Toledo en el verano de 1858. Al ocultarse tras unas piedras vio un hueco y dentro de él un objeto que brillaba. Padres e hija comenzaron a extraer las impresionantes piezas, las lavaron en una charca cercana, llenaron las alforjas del burro que los acompañaba y siguieron su camino en mitad de una fortísima tormenta. Lo que no sabían es que otro vecino de Guadamur, Domingo de la Cruz, les observaba a unos metros. Cuando se marcharon, él se acercó al hueco y descubrió otro de las mismas dimensiones. Allí se ocultaba la otra parte del increíble tesoro.

La pregunta que queda desde entonces en el aire es: ¿por qué se ocultaron las joyas reales en mitad del campo sin puntos de referencia claros para recuperarlas? El enigma ha provocado desde su hallazgo y posterior pérdida –el conjunto fue vendido al Estado francés– numerosas polémicas políticas e históricas, que se han plasmado últimamente en dos libros: la novela El último tesoro visigido (Penguin Random House), del académico de Historia José Calvo Poyato, y Guarrazar, el tesoro escondido, del historiador Pedro Antonio Alonso Revenga.

Juan Manuel Rojas lo explica así: “No tenía ningún sentido lo que se decía de que lo ocultaron en una huerta. Por eso, empecé a excavar en la parcela donde se halló y que en 1859 ya excavó Amador de los Rios. Él encontró diversas estructuras y restos arquitectónicos, lápidas [incluida la del presbítero Crispinus, que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional]. Pero se seguía con la teoría de la huerta. Era cuestión de verlo todo desde un punto global”. Así, con la ayuda decidida del Ayuntamiento de Guadamur, inició unas investigaciones que han dado lugar, además, a un parque arqueológico visitable.

Durante los últimos años han aflorado los muros de un edificio de más de 30 metros de longitud, una iglesia basilical, los restos de un posible palacio, un cementerio visigido y hasta una edificación que servía de residencia a los peregrinos. Porque las pesquisas de Rojas le permiten afirmar que el lugar donde se halló el tesoro era, en realidad, un complejo religioso, semejante al santuario de Lourdes (Francia), con aguas curativas propias (el pozo donde los Morales limpiaron las joyas) y donde los cristianos venían a pedir a Dios su sanación. Por eso, y dada su importancia, el tesoro real se guardaba allí, en los edificios religiosos y reales, de cuyos techos colgaban las coronas votivas de los monarcas.

Cuando sus ocupantes conocieron el avance imparable de los musulmanes, aterrados, buscaron un lugar donde enterrar las joyas. Se les ocurrió que lo mejor era meterlas en el cementerio. Allí nadie miraría. Levantaron dos lápidas, escondieron los preciados objetos, los taparon con piezas de tela y arena y volvieron a poner los cadáveres encima. Cuando Escolástica se ocultó para hacer sus necesidades más de mil años después, buscó el lugar más protegido: lo que ella no reconoció como la valla del desaparecido cementerio.

En 2014, durante las labores de excavación de uno de los grandes edificios desenterrados, la alcaldesa de Guadamur, Sagrario Gutiérrez, comenzó a remover con una palita una pequeña alberca hallada junto a una estructura arquitectónica. Buscaba encontrar de dónde procedía el manantial que llenaba la balsa. Escarbó hasta que la pala hizo aparecer algo azul: era una de las joyas que se habían desprendido de las coronas cuando los Morales las lavaron en lo que creyeron un pozo y que no era otra cosa que el lugar donde los peregrinos tomaban el agua del santuario.

Himmler entra en juego

El Tesoro de Guarrazar fue vendido en 1856 a diversos joyeros toledanos. Numerosas piezas fueron fundidas y desmontadas para hacerlas desaparecer de las autoridades y de la policía. Otras, en cambio, se conservaron y terminaron en manos del diamantista José Navarro. Este las vendió al Museo de Cluny(Francia). El Gobierno español, en mitad de un fortísimo escándalo que llegó a las Cortes, intentó recuperarlas sin éxito. Napoleón III esgrimía las más peregrinas excusas.

Finalmente, en 1941, con una Francia ocupada, el lugarteniente de Adolf Hitler, el nazi Heinrich Himmler, devolvió al Gobierno de Francisco Franco buena parte del hallazgo, además de piezas arqueológicas como la Dama de Elche. Hoy en día, gran parte del descubrimiento se puede admirar en el Museo Arqueológico Nacional y en el Palacio de Oriente, en Madrid, mientras que otras joyas se conservan en el Museo de Cluny.

«Es una historia apasionante que aún no ha acabado», señala el catedrático de Historia José Calvo Poyato. «Domingo de la Cruz, el otro vecino que halló numerosas alhajas, agobiado por la presión, regaló a Isabel II parte de lo que encontró, incluida la corona de Suintila. Esta se guardó en la armería del Palacio Real hasta 1921, cuando fue robada». Calvo recuerda que las pesquisas policiales fracasaron, aunque estuvieron cerca de encontrarla. «¿Dónde está la corona de Suintila, el rey visigodo que expulsó a los bizantinos de la Península? Ese es otro de los misterios aún sin resolver. Indudablemente es una historia apasionante que da para muchos más libros», concluye el académico.

UN PASEO POR LA HISTORIA

Guadamur es un pequeño pueblo toledano recubierto de olivos que guarda dos joyas: su impresionante castillo en un excelente estado de conservación y el Tesoro de Guarrazar. Sobre este último, y gracias a la cooperación público-privada, se han abierto dos lugares para conocer mejor la historia del que está considerado el más importante conjunto de joyas visigodas de Europa. En la localidad hay un centro de interpretación municipal donde se reproducen todas las coronas, calices y cruces desenterrados en la finca de Guarrazar, además de amplios paneles que explican de manera clara el reinado de los visigodos. También se pueden admirar piezas arquitectónicas encontradas por los vecinos en la zona y que han sido donadas al Ayuntamiento.

A poco más de un par de kilómetros, se levanta un cuidado yacimiento. Incluye visitas guiadas por los terrenos y la posibilidad de hacer actividades arqueológicas y medioambientales con los niños. El precio por persona es de 8 euros, descuentos para desempleados y gratuidad para niños menores de 10 años.

FUENTE: DIARIO EL PAÍS / VICENTE G. .

Un enigma del siglo XIV aún sin resolver

Expertos en arte celebran un congreso para tratar de explicar el significado de las misteriosas pinturas de la iglesia de Alaitza , Álava, descubiertas hace 35 años.

Ábside de la iglesia de Alaitza, en Álava. L. RICO

Varios caballeros y guerreros atacan un castillo. Un hombrecillo deja caer el peso de su cuerpo para tañer las campanas de una inquietante iglesia en un espacio mural en el que hay ciervos, mujeres llevando unas copas, y unos extraños seres enseñando sus genitales. Un centauro sagitario se cuela en otra imagen de un sepelio, y en una esquina de ese escenario violento, pero a la vez lascivo y jocoso, una mujer da a luz, y otra puede estar siendo violada.“Las pinturas de la iglesia de Alaitza, en la llanada alavesa, son como un cómic” describe el profesor de la UNED y doctor en Historia por la parisina École des Hautes Études en Sciences Sociales, de París, José Javier López de Ocariz.

“Pero un cómic libertario pintado en el siglo XIV en una iglesia románica de finales del XIII”, puntualiza, remarcando solo una de sus muchas contradicciones. El coordinador de los tres tomos del Románico del País Vasco no encuentra referencias ni nacionales ni internacionales para explicarlas. Este año se cumplen 35 años desde que el párroco de la comarca, Juan José Lecuona, retirara el retablo y la capa de cal que las cubría para sorpresa de quienes las miran.

El  10 de noviembre pasado, un grupo de expertos en arte medieval entre los que estuvieron los profesores de la Universidad del País Vasco, Ernesto Pastor, Fernando Sánchez Aranaz, y el propio López de Ocariz, habrán intentado desentrañar algunos de sus secretos en una jornada que con respaldo de la Diputación de Álava y de la Llanada Alavesa, se celebró en Azilu, otro de los pueblos de la comarca.

La filósofa e historiadora del arte, Isabel Mellén, de Álava Medieval, la empresa que organiza las visitas a esa iglesia cerrada al culto y a las de Gazeo y Añua, entre otras, lo resume: “Todos los investigadores que han pasado por aquí, o que han visto las imágenes, coinciden en que son extrañas, irreverentes y sin un encaje claro”.

Los frescos de la iglesia de Alaitza, a unos 20 kilómetros de Vitoria, casi en el arcén de la calzada romana que unía Burdeos con Astorga, fueron pintados con una técnica muy sencilla en color rojo muy llamativo sobre un fondo claro y con una ingenuidad increíble. Los seres que deambulan por la bóveda de la iglesia de Alaitza parece que tienen antifaces y portan armamento como ballestas y bolas más propios de representaciones del siglo XII, pero difíciles de encajar en una iglesia construida un siglo después. Tres ¿peregrinos del Camino de Santiago? con cruces, avanzan en los laterales del ábside, al lado de varios caballeros montados que lucen sus estandartes.

Para añadirle más misterio, la iglesia de este pequeño pueblo se encuentra a menos de cuatro kilómetros de la de Gazeo, -este año celebra el 50 aniversario de su descubrimiento- pese a estar a años luz en las formas y colores de sus representaciones. Los murales que cubren el presbiterio de Gazeo, con la imagen de la trinidad en la parte alta y una terrible representación del infierno y de los condenados, pueden encajarse en el gótico lineal, apunta López de Ocariz, a pesar de su iconografía un tanto especial. Pero las pinturas de la parroquial de Alaitza son absolutamente ajenas al contexto formal e iconográfico de ese periodo. Seguir leyendo Un enigma del siglo XIV aún sin resolver

Los misteriosos humanos del golfo de Bengala

El genoma de los habitantes de las islas Andamán revela su pertenencia a la gran migración fuera de África que pobló el mundo, y sus antiguos cruces con una enigmática especie arcaica.

Quedan pocos, no exactamente porque se hayan extinguido, sino porque la mayoría de ellos se han reabsorbido entre las poblaciones vecinas. Pero esos pocos andamaneses que quedan en su estado inmaculado están resultando un tesoro para la ciencia. Son los habitantes aborígenes de las islas Andamán y Nicobar, en el golfo de Bengala, y quedan solo unos 500 o 600 que conservan su cultura, y de ellos solo medio centenar que hablan su lenguaje ancestral. Estas poblaciones, como los jarawa y los onge, viven aún de la caza y la recolección, siguen cazando los peces con arco y flecha desde sus canoas, y conocen las artes alfareras y la metalurgia del hierro. Su lenguaje carece de un sistema de numeración, y se tienen que apañar con dos palabras numéricas: “uno” y “más de uno”. Son bajos de estatura, y más oscuros que las poblaciones indias que les rodean.

El misterio de los andamaneses se ha disipado, pero también profundizado, con el primer estudio genómico amplio, dirigido por Jaume Bertranpetit, seguramente el especialista en genómica humana más relevante de España, y uno de los más activos del mundo. Como ya ocurrió con las poblaciones europeas, que llevan fragmentos de ADN neandertal en sus genomas, y con las asiáticas y australianas, que los llevan de ADN denisovano, los andamaneses también han revelado ahora signos de antiguos cruces con otra población arcaica, en este caso desconocida. O, mejor dicho, solo conocida por los segmentos de ADN que se dejó en el actual genoma andamanés. Un nuevo enigma, y bien interesante.

El estudio también aclara otras cuestiones de gran importancia. Los andamaneses son tan distintos de las demás poblaciones del sur de Asia que varias investigaciones anteriores, empezando por las del mismísimo Huxley, el bulldog de Darwin, en 1870, y acabando por otras muy recientes, habían concluido que esas poblaciones de baja estatura y color oscuro eran producto de una migración fuera de África distinta e independiente de la que pobló el resto del planeta hace algo más de 50.000 años. Bertranpetit y sus colegas demuestran ahora que no es así: su color es el mismo que teníamos todos cuando salimos de África, y su baja estatura es producto de un intenso proceso de selección natural, como ha ocurrido con otras especies isleñas.

En cuanto a sus misteriosos compañeros de alcoba, no faltan candidatos: el Homo erectus, el Homo heidelbergensis, el Homo antecesor de Atapuerca o incluso el ya de por sí enigmático hobbit, u Homo floresiensis, de la isla de Flores. Como todo gran descubrimiento, el genoma andamanés plantea no menos grandes preguntas.

Fuente: Diario El País / Javier Sampedro .