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Fredrijk Sjöberg, el señor de las moscas en una remota isla de Suecia: “Coliteccioné sírfidos para olvidar que algún día voy a morir”

El escritor y entomólogo publica en España un exitoso texto híbrido que relata su pasión por recopilar insectos mezclada con otros mimbres literarios y autobiográficos

Fredrik Sjöberg, en su casa en la isla de Runmarö, en Estocolmo.
Fredrik Sjöberg, en su casa en la isla de Runmarö, en Estocolmo. ÓSCAR CORRAL

Lo que se ve por la ventana es lo que se podría imaginar si alguien habla de un idílico escenario campestre y nórdico. Las escaleras bajan al embarcadero, donde descansa una pequeña barca, luego se tiende el lago como una lona de espejo, hasta llegar a la fronda de coníferas y a las casas pintadas de alegres colores en la otra orilla. La suerte ha traído el sol, a finales de septiembre, a una latitud de 59 grados norte. En las escaleras un enigmático hombre vestido con camisa de cuadros observa los pájaros a través de unos prismáticos. Luego ese hombre se da la vuelta y dice: “Esto es el paraíso”.

Runmarö es una apartada isla del archipiélago de Estocolmo (Suecia) donde apenas se encuentran unos 300 habitantes en invierno. El hombre que se gira es Fredrik Sjöberg (Västervik, 65 años), escritor, entomólogo y, durante mucho tiempo, coleccionista de moscas. Vive aquí desde hace 40 años, ahora con su pareja, la poeta Aase Berg. Hace dos décadas escribió el libro El arte de coleccionar moscas, que, después de una edición subterránea en España, regresa de la mano de Libros del Asteroide en una nueva traducción de Marc Jiménez y Petronella Zetterlund. El libro cosechó en sus inicios gran éxito en Alemania, llegó a Italia, Países Bajos, Estados Unidos, etc. Y el autor fue requerido por doquier. “Este libro es como una agencia de viajes, y yo soy el pasajero”, bromea. “Otras veces aparecen por la isla tipos como vosotros, que vienen de lejos, y me lo vuelven a traer a la cabeza”.

Fredrik Sjöberg en el estudio en el que alberga su colección de moscas y algunos libros.
Fredrik Sjöberg en el estudio en el que alberga su colección de moscas y algunos libros.ÓSCAR CORRAL
Detalle de un pequeño libro con una mosca impresa.
Detalle de un pequeño libro con una mosca impresa. ÓSCAR CORRAL
Fredrik Sjöberg hace una pequeña demostración en su jardín de cómo obtener algún ejemplar de sírfido: no le cuesta demasiado conseguir alguno.
Fredrik Sjöberg hace una pequeña demostración en su jardín de cómo obtener algún ejemplar de sírfido: no le cuesta demasiado conseguir alguno.
Un detalle de la colección de alrededor de 200 especies de sírfidos que Sjöberg expuso en la Bienal de Venecia como si fuera una obra de arte.
Un detalle de la colección de alrededor de 200 especies de sírfidos que Sjöberg expuso en la Bienal de Venecia como si fuera una obra de arte. ÓSCAR CORRAL
Un amable vecino de Sjöberg, durante un paseo por la isla de Runmarö, muestra la colmena que encontró en su tejado.
Un amable vecino de Sjöberg, durante un paseo por la isla de Runmarö, muestra la colmena que encontró en su tejado. ÓSCAR CORRAL
Otro detalle de la colección de sírfidos, esas moscas que al profano le pueden parecer una abeja o una avispa por sus bandas amarillas y negras.
Otro detalle de la colección de sírfidos, esas moscas que al profano le pueden parecer una abeja o una avispa por sus bandas amarillas y negras. ÓSCAR CORRAL
Fredrik Sjöberg camina por el jardín de su casa, donde capturó buena parte de las moscas de su colección.
Fredrik Sjöberg camina por el jardín de su casa, donde capturó buena parte de las moscas de su colección. ÓSCAR CORRAL

El título original del libro, en sueco, es La trampa de moscas, y condensa muy bien su contenido: igual que una trampa de moscas, que atrapa ejemplares variopintos, en el volumen se congregan gran variedad de asuntos. Desde el conocimiento científico sobre los sírfidos (las moscas que coleccionaba Sjöberg y que, con sus bandas amarillas y negras, pueden parecer abejas al profano), hasta la biografía de grandes científicos del ramo (como el creador de una efectiva trampa, René Malaise, que vertebra el libro), pasando por anécdotas de la vida de Sjöberg, como sus experiencias en la escena teatral o sus viajes por el mundo durante su inquieta juventud. “Me puse a escribir sobre moscas, pero lo que quería en realidad era escribir sobre mí mismo”, dice sentado en la gran mesa de madera de su comedor, donde ahora ofrece café y más tarde el almuerzo, un apaño de pasta con cosas, también muy variopintas.

Esta mezcla de géneros literarios es muy contemporánea. “Eso me dicen, que es una forma de escribir cada vez más común. Pero no lo era tanto hace 20 años”, presume. Los libreros no saben dónde colocar su obra, si es una novela, divulgación científica, ensayo, biografía, autobiografía o eso que llaman en inglés nature writing (escritura sobre la naturaleza). “Es solo un libro”, resume Sjöberg, “yo digo que lo coloquen en el mejor sitio: el escaparate”.

La metáfora de la trampa para moscas también tiene para Sjöberg otros significados, cuenta mientras muestra cómo conseguir unos ejemplares en su asilvestrado jardín: la mayor parte de las 200 especies de su colección las encontró al lado de la puerta de casa, porque la biodiversidad de la isla, asegura, es una de las mayores de Europa. “El texto habla de la trampa que supone la pasión del coleccionismo, cuando te obsesionas por acumular cualquier mierda. De vivir en una isla, que también una trampa. Y, claro está, de atrapar al lector”.

La torturada psicología del coleccionista

Aunque había recopilado insectos desde los seis años, la afición por los sírfidos le llegó a Sjöberg cuando sus tres hijos eran pequeños y había mucho jaleo en el hogar familiar. Esa nueva misión fue alimentada por algunos manuales recién publicados que le permitían identificar las especies. Con esas publicaciones se generó un boom en el coleccionismo de sírfidos: un boom que incluía a unas 10 personas, más o menos. Pero le abría una vía de escape. “Necesitaba tener algo mío, algo que hacer en soledad”, cuenta. “Coleccionar moscas es emocionante y relajante. Es como emborracharse, pero más barato”. Curiosamente, en el libro despliega una diatriba contra el movimiento slow, muy en boga en aquellos años, y defiende la rapidez tecnológica: mejor un mundo cada vez más rápido que uno cada vez más lento. Dos decenios después no lo tiene tan claro. “La verdad es que he cambiado de opinión, ahora la velocidad a la que todo cambia es muy loca”, reconoce.

La dimensión psicológica del coleccionismo es central para Sjöberg. La afición combate la ansiedad y no importa tanto su resultado, el acumular ejemplares, como el mero hecho de coleccionar. “Cuando coleccionas te olvidas del paso del tiempo, te olvidas de que vas a morir”, dice el autor. “Cuanto más tiempo pasa, más asusta la vida, por motivos obvios”. Nada es eterno: la acumulación de moscas se terminó después de la publicación del libro; también cuando en 2009 fue expuesta como una obra de arte en la Bienal de Venecia. “Entonces tuve que buscar otra cosa que hacer con mi vida: me puse a coleccionar arte”, cuenta el autor, “es notablemente más caro”.

Ahora su escritura versa más sobre cuestiones artísticas; aunque siempre vuelve a los insectos. Juntarlos, además, tiene un aliciente especial: hay muchísimas especies. Se reproducen rápido, veloces pasan las generaciones y se adaptan con facilidad a los diferentes hábitats (y al cambio climático). La evolución biológica despliega su abanico con prisa y en todo su esplendor. No hay muchas especies de elefante, pero hay muchísimas de moscas. La gran mayoría de las especies de insectos aún son desconocidas. Es el paraíso del coleccionista.

Fredrik Sjöberg, sentado en la parte trasera de su casa, con vistas al lago.
Fredrik Sjöberg, sentado en la parte trasera de su casa, con vistas al lago. ÓSCAR CORRAL

Al pasear por la isla de Runmarö, de solo 1.500 hectáreas, toma uno conciencia de su tamaño, también cuando los vecinos se asoman a ver quién es el forastero y ofrecerle conversación. “¿Venís de muy lejos?”. E incluso a enseñarle, orgullosos, enormes colmenas de abejas que descolgaron del tejado de casa. Luego el mar está por todas partes. Sjöberg dio la vuelta al mundo por esos mares, harto de la carrera de Biología, al poco de entrar en la veintena. También lo relata en el libro. “Viajar solo cuando uno es joven y no tiene claro qué quiere hacer en la vida puede ser una buena idea. Se conoce uno a sí mismo. Luego ya pensé que no era tan buena idea, hice muchas locuras”. En Nueva Zelanda acabó en el hospital, hizo senderismo por el Himalaya, cogió la malaria, y regreso más de un año después sin ganas de viajar más. “Ahora lo que me gusta es esta isla. O ir a festivales literarios, pero muy bien organizados”, cuenta.

Primero reír y luego pensar

Sjöberg tiene en su haber el premio Ig Nobel de Literatura de 2016. Estos galardones, que se dan en la Universidad de Harvard, premian iniciativas alocadas o absurdas (que “primero hacen reír a la gente, y luego la hacen pensar”): el coleccionismo de moscas del sueco fue tenido en cuenta. Viajó a Estados Unidos, dio un discurso de un minuto (el tiempo máximo permitido) y recibió un millón de dólares de Zimbabue (en aquel tiempo, con la hiperinflación en el país africano, casi no valían nada). Aunque el humor en la literatura no suele estar bien visto, es fundamental para Sjöberg, tanto en su vida cotidiana como en su escritura. “Creo que mis libros son divertidos”, afirma.

Después de almorzar, el coleccionista de moscas nos conduce en su viejo automóvil (“esta isla es un cementerio para coches viejos”) al ferry que recorre esta parte del archipiélago de Estocolmo, un laberinto acuático formado por 221.800 islas e islotes, que nos llevará hasta un autobús, que, a su vez, nos llevará de vuelta a la capital, y luego a un avión desde el que apreciaremos por última vez y desde el cielo el laberinto isleño. “La gente está perdiendo su conexión con la naturaleza, incluso en Suecia, donde había mucha. Los jóvenes ya no van al bosque. Y cuando no se conoce a la naturaleza, se le tiene miedo”, cuenta mientras maneja el volante y por la ventanilla va mostrando los hitos del lugar, el centro comunitario, una pequeña iglesia o el único restaurante de la isla. Entretanto, reflexiona sobre el cambio climático: “No me gusta que la gente tenga miedo del futuro. Creo que hay cambio climático, claro, pero prefiero ser optimista. Aún hay esperanza. Lo percibo en la biodiversidad que permanece en esta misma isla: todavía tenemos una oportunidad”.

Fuente: El País/Sergio C. Fanjul.

Las monedas españolas más valiosas de la historia

El numismático Jesús Losada recopila las piezas más valoradas en pujas internacionales y que proceden de expolios, robos o colecciones privadas

Centén segoviano, la moneda con una puja más alta de la historia española.
Centén segoviano, la moneda con una puja más alta de la historia española.

Al mediodía del 22 de octubre de 2009, el salón principal del Hotel Arts, en Barcelona, estaba a reventar. Se habían recibido más de 1.200 peticiones para asistir al acto, pero solo 200 personas fueron las elegidas. La casa de subastas Áureo & Calicó estaba a punto de dar comienzo a un evento donde coleccionistas de todo el mundo podrían pujar por una moneda de oro de 100 escudos, acuñada en Segovia en 1609, durante el reinado de Felipe III. La pieza procedía de la llamada colección Caballero de Yndias, un conjunto de más de 2.000 unidades que pertenecieron a un español afincado en Cuba y que había atesorado durante toda su vida. El precio de salida de la joya numismática, de 71 milímetros y 339 gramos, fue de 800.000 euros, a los que había que sumar un 18% de gastos y comisiones. Solo un asistente, un suizo identificado como “número 74″, aceptó el reto. De esta manera, el coleccionista convirtió esta moneda en la más valiosa de la historia de España: 944.000 euros. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no pudo ejercer el derecho de retracto al tratarse de una “importación temporal”; es decir, el ejemplar había llegado desde el extranjero para su subasta.

“Una moneda vale exactamente lo que alguien esté dispuesto a pagar en ese momento, pero como inversión no es un valor seguro. Es la ley de la oferta y de la demanda en grado superlativo”, escribe Jesús Losada en su libro Las monedas españolas más valiosas, donde recoge las mayores subastas que se han organizado en el mundo hasta 2021 sobre estas deseadas piezas.

Detalla Losada en su libro que la adquirida en la subasta de Barcelona fue acuñada en el Real Ingenio de la Moneda de Segovia, ya que esta era la única ceca dotada de la maquinaria necesaria. Para troquelarla, se pasaban planchas de oro “entre dos cilindros accionados por una gran rueda hidráulica las veces que fueran necesarias, hasta lograr una lámina del grosor adecuado (riel)”. Luego, se introducía el riel entre dos rodillos que llevaban labrados el anverso y el reverso. Solo se conocen en el mundo siete iguales.

La segunda moneda más valiosa de la numismática española vendida en subasta fue acuñada en Pamplona en 1652 durante el reinado de Felipe IV. Se trata de una pieza de ocho escudos que perteneció a la colección Archer Huntington, un filántropo neoyorquino, que la entregó al museo Hispanic Society of America, donde se exponía. Pero la entidad museística entró en una grave crisis financiera y se vio obligada a poner en venta su colección, compuesta por 38.000 unidades. Todo fue subastado por Sotheby’s en marzo de 2012 por 30 millones de dólares. Pero solo por la moneda española de Felipe IV, que fue sacada a subasta por segunda vez en noviembre de ese mismo año, se pagaron 614.250 euros.

Moneda de ocho escudos de 1652, subastada en 2012 por 614.000 euros.
Moneda de ocho escudos de 1652, subastada en 2012 por 614.000 euros.

De la tercera pieza más valiosa adjudicada en puja (otro ejemplar de 100 escudos de Felipe IV acuñada en 1633) solo se conocen cuatro en el mundo: uno que se guarda en el Museo Arqueológico Nacional, otro que perteneció al príncipe Ligne (que lo vendió en Londres en 1968), un tercero de un coleccionista de Milán identificado como L.B y el que finalmente se subastó en 2019 y que también pertenecía a la colección Caballero de Yndias. Se adjudicó por 590.000 euros.

El 31 de julio de 1715, una gran flota de galeones españoles cargados con riquezas y que había partido de La Habana, se hundió frente a las costas de Sebastian (Florida). Un tremendo huracán acabó con 11 de los 12 barcos. Únicamente se salvó uno llamado Grifón. Así, más de 100.000 monedas acabaron en las profundidades del Atlántico. Pero miles de ellas fueron encontradas por los cazatesoros ―son legalmente del Estado español al formar parte del cargamento de buques de Estado―, que las ofrecen a las casas de pujas para su venta. En 2009, salió a subasta una de ellas, de ocho escudos de oro, acuñada en México en 1695, durante el reinado de Carlos II. Sólo se conocen dos ejemplares en el mundo. El comprador pagó 448.000 euros.

Pero entre las monedas más valiosas subastadas no todas son de oro. En el séptimo lugar se encuentra una de plata acuñada en México, ocho reales de tiempos de la reina Juana I. Se adjudicó ― fue sacada a subasta por la casa Daniel Frank Sedwick― por 469.400 euros en noviembre de 2014, convirtiéndose en la moneda de plata española más cara de la historia. En ella se distinguen dos columnas, fue acuñada en 1538 y se mantuvo en curso legal en Estados Unidos hasta 1857, “por lo que estos ocho reales son considerados los verdaderos primeros dólares” americanos, sostiene el experto. Se tiene constancia de la existencia de sólo otros dos ejemplares más, todos rescatados de un naufragio.

Losada recuerda, además, que se conservan otras joyas numismáticas que nunca se han subastado, por lo que se ignora su valor de mercado, pero que él considera auténticas obras de arte con una estimación superior al millón de euros. Menciona 50 excelentes del reinado de los Reyes Católicos, “una auténtica joya de 176 gramos de peso y 66 milímetros de diámetro, acuñada en Sevilla entre 1497 y 1504″. Perteneció también hasta 2012 al museo Hispanic Society of America de Nueva York.

Cien ducados de oro, de 1528, regalada por las Cortes de Monzón, al rey Carlos I.
Cien ducados de oro, de 1528, regalada por las Cortes de Monzón, al rey Carlos I.

Las Cortes de Monzón regalaron, como rey de Aragón que era, a Carlos I “la moneda más grande de todos los tiempos”, 100 ducados troquelados en Zaragoza en 1528. La pieza pesa 349 gramos y mide 83 milímetros de diámetro. El presente áureo al monarca fue por haber promovido la construcción del Canal Imperial de Aragón. La pieza refleja los rostros de Juana I y de su hijo Carlos y lleva grabada la leyenda “Iona et Karolus reges aragorum trunfatores et katolicis”. Durante la Guerra de la Independencia, fue robada por las tropas de Napoleón Bonaparte. Actualmente se exhibe en París, en el Departamento de Monedas de la Biblioteca Nacional de Francia, junto con otra de Enrique IV de Castilla, un gran enrique, donde se lee: “Enricus quartus Dei gracia rex castelle ed legionis”.

De todas formas, Losada parece tener preferencias por una gran dobla de Fernando IV de Castilla. La califica de “impresionante y única pieza de oro de 45 gramos de peso y 67 milímetros de diámetro, sin marca de ceca, ni fecha (aproximadamente entre 1304 y 1308)”. Se encuentra custodiada en el Instituto de Valencia de Don Juan, en Madrid.

Al especialista, no obstante, le llama mucho la atención el hecho de que ninguna de las monedas españolas ―dada su escasez, calidad técnica, antigüedad y conservación― haya superado nunca el millón de dólares en las pujas nacionales e internacionales, máxime cuando la pieza más cara jamás subastada en el mundo es un “double eagle” de 20 dólares de oro acuñado en Estados Unidos en 1933. En junio de este año un coleccionista pagó 15,4 millones de euros por él, a pesar de que existen otros 12 ejemplares más. “Pero esa es otra historia”, concluye.

Fuente : El País / Vicente G. Olaya .