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Hombre que mira el volcán con sus hijas

Los colegios siguen cerrados en la zona afectada y los padres temen las consecuencias de una conmoción así en la vida de los más pequeños

Aurelio Acevedo junto a sus hijas en su casa en la localidad de El Paso, La Palma.
Aurelio Acevedo junto a sus hijas en su casa en la localidad de El Paso, La Palma. PACO PUENTES (EL PAIS)

Este hombre que mira el volcán desde la huerta de su casa en compañía de sus hijas Leila y Matilde se llama Aurelio Acevedo, es biólogo de profesión y nació en La Palma en 1974, lo que traducido al idioma de la isla significa que lo hizo tres años después de la erupción del Teneguía. Tal vez por eso, porque en su caso tuvieron que pasar tantos años hasta que sus ojos vieran en directo la fascinante maldición de un volcán en erupción, se emociona al pensar que de alguna manera la vida de sus hijas, de 13 y 7 años, y la de cientos de niños de El Paso, Los Llanos de Aridane y Tazacorte quedará marcada por lo que están viviendo ahora. “El otro día”, explica Acevedo mientras pasea con las niñas por una calle de El Paso, “les pedí que hicieran una redacción sobre lo que sentían, para que se fueran desahogando a través de la escritura, como una manera de enterarme de qué estaban sintiendo”.

―A ver, chicas, que vienen los reporteros a hacerles una entrevista, expresen: ¿qué os gusta del volcán?

―Dibujarlo y verlo ―dice la más pequeña, que lleva un cuaderno de ejercicios en la mano.

―A mí me gusta ver el volcán ―tercia Leila, la mayor—, pero tampoco tanto, porque ha destruido demasiadas casas y ha arruinado a muchas familias.

―Eso es verdad ―certifica la pequeña con la seriedad de un notario.

Unos metros más allá, Geseina lleva de la mano a su hija de cuatro años. Va a pedir alimentos sin gluten a los servicios sociales del Ayuntamiento porque la situación en su casa se ha vuelto del revés en 15 días. “Acabábamos de comprarnos una casa porque las cosas empezaban a irnos bien. Mi marido tenía una platanera y nos dieron una hipoteca. Yo me quedé en paro, la lava arrasó la plantación de mi marido y ahora se ofrece a jornal para cargar las piñas de plátanos de los demás, pero para colmo de los males no le dejan entrar a regar por cuestiones de seguridad, la fruta se está estropeando y no entra dinero en casa. Ella es muy pequeña aún”, dice mirando a su hija, “pero a todos los padres nos preocupa que este sentimiento de tristeza general les pueda afectar”.

Una niña se encargan de forma voluntaria de la organización de juguetes y libros en un centro de voluntariado de la localidad de El Paso, La Palma.
Una niña se encargan de forma voluntaria de la organización de juguetes y libros en un centro de voluntariado de la localidad de El Paso, La Palma. PACO PUENTES (EL PAÍS)

Una abuela muy joven, que lleva de la mano a una niña de unos ocho años, dice que su otra nieta le ha cogido pánico a su habitación, desde la que se ve el volcán, y sus padres han tomado la decisión de marcharse de El Paso porque la cría se sentía enloquecer con el rugido y el fuego continuos. “Ya veremos qué pasa cuando esto termine”. Hay calles en El Paso desde las que no se divisa el volcán, pero no hay ninguna que escape al ruido de su furia, a sus arranques repentinos de cólera, a la esperanza vana de una bajada de decibelios que se rompe en pedazos en medio de la madrugada. Si a eso se le añade la lluvia de ceniza que continúa regando las calles y los patios de los colegios ―no en forma de aguacero como el jueves pasado, pero sí como calabobos intermitente—, cientos de niños de las zonas afectadas siguen sin clase, muchos de ellos resguardados en sus casas o en sus alojamientos de emergencia, esperando.

Otros, pese a todo, se han organizado y han cambiado el asueto obligatorio por voluntariado. La concejal de Educación, Teresa Hernández Díaz, ha reunido a una cuadrilla de jóvenes que ha cambiado sus clases en el Instituto de Educación Secundaria (IES) de El Paso por un trabajo que les mantiene ocupados todo el día: ordenar los juguetes que, junto a comida, ropa y zapatos de todas las tallas y colores, siguen llegando de las Canarias y la Península. Uno de los jóvenes más activos es Marcos, que tiene 17 años y cursa segundo de bachillerato. Dice que con la actividad consigue que se le vaya de la cabeza la tristeza que siente. “Pero estoy fatal por dentro”, explica, “porque cuando te enteras de que alguien que no conoces demasiado ha perdido su casa, te duele, pero cuando le pasa a alguien más cercano, te hundes. Yo estoy muy preocupado por un compañero de clase, porque su familia lo ha perdido todo”. Lola, que tiene 16 años, dice que al principio sintió miedo, pero que luego, al ver que no se podía hacer nada contra el volcán, decidió ayudar. Eso sí, añade: “Yo le pediría a la gente que dejara de enviar juguetes y también ropa, que hay mucha. Ahora deberían mandar dinero, aunque fuese un euro, para comprar cosas más caras y también necesarias como una lavadora”.

Cartas y dibujos enviados estudiantes al centro de voluntariado de la localidad de El Paso, La Palma.
Cartas y dibujos enviados estudiantes al centro de voluntariado de la localidad de El Paso, La Palma. PACO PUENTES (EL PAÍS)

Mientras contempla desde su huerta la evolución del volcán, Aurelio Acevedo explica que teme por las consecuencias psicológicas que se deriven del estrés que sienten ―el martilleo incesante del volcán, la incertidumbre sobre el peligro real que esconde el subsuelo de la isla— y de la repercusión económica. “Yo mismo tengo una preocupación interna que no expreso, pero que cada equis rato, cuando estoy haciendo la comida, o mirando el ordenador, me levanto y voy a la huerta a mirar el volcán. Estás tenso sin querer estarlo y sin demostrarlo. Pero dentro tengo una tensión que compartimos todos los adultos y que tal vez tengan también las niñas, que no sepan expresarlo, que se la guarden…”.

Todo eso se traduce en una emoción que viaja entre dos aguas, disimulada, como para adentro, pero que surge de pronto, por cualquier motivo inesperado. El martes por la mañana llegó al local donde el Ayuntamiento de El Paso hace acopio de las donaciones, una caja de zapatos pequeños, pero sin calzado dentro. Solo cartas. Muchas cartas de niños y niñas de Santa Cruz de Tenerife que reciben juntos clases particulares y que envían frases de ánimo y algún regalo a los niños de La Palma. Se la dirigen “a quienes reciban las cartas”. Y a modo de posdata: “Nos gustaría que nos avisen si la reciben al Facebook de nuestra prima Sheila”.

Por si Facebook sigue caído, Carla, Aithiara, Alexia y las demás pueden estar tranquilas. Las cartas llegaron.

Fuente : El País / Pablo Ordaz .

Una hora para salvar del volcán lo indispensable de casa: “Sacamos lo que podemos. Primero las cosas sentimentales, las fotos, los cuadros”

Las familias del barrio de Todoque, en La Palma, rescatan entre nervios y lágrimas los objetos y documentos antes de que la lava engulla sus hogares

(No sabemos si esto es cultura, quizás sí, pero lo que sí sabemos es que es un hecho histórico y algo durísimo para muchas personas que lo están perdiendo todo o casi todo. Excelente artículo, excelente redacción de Antonio Jiménez Barca).

En una esquina de Los Llanos, en la isla de La Palma, hay una cola de tres o cuatro personas agitadas en frente de un control de la Guardia Civil que les corta el paso hacia su barrio. Una de ellas, Carmen Santos, llora. Tiene unos 40 años. A su lado, hay un hombre en camiseta y pantalón corto, de 65 años, que se llama José Carlos González. Miran obsesivamente hacia el comienzo de la carretera que conduce hasta el barrio de Todoque. Carmen, que tiene su casa allí y fue evacuada el domingo, pregunta a gritos: “¿Cuándo vamos a poder entrar? La alcaldesa me ha llamado y me ha dicho que tengo una hora para sacar lo que pueda”. Un mando de la Guardia Civil se acerca a ellos. Educadamente, tratando de tranquilizar la situación, les anuncia: “Pronto. Todos van a poder pasar. Pero hay que hacerlo por orden, para evitar pillajes. Y acompañados de un bombero o un policía”. Carmen y José le miran. Asienten. El guardia civil añade: “Van a entrar y salir rápido. Van a llevarse lo más indispensable. Porque ya es inminente”. Lo inminente consiste en que una montaña de lava de más de seis metros de alto que avanza al paso de un niño triture su casa con todo lo que hay dentro.

“¿Lo indispensable?, ¿qué es ‘lo indispensable’?”, se pregunta Carmen a sí misma, sin atreverse a responder. En ese momento llega un hombre muy delgado y en voz muy baja pregunta: “¿Esta es la cola para entrar a las casas de Todoque?”. Le responden que sí y se queda, el último, sin decir nada más.

Todoque, de 1.500 habitantes, fue desalojado por completo el lunes, un día después de que el volcán, aún sin nombre, emplazado en la zona de Cabeza de Vaca, estallara el domingo a las tres y cuarto de la tarde. Sus habitantes se refugiaron, como la mayoría de los más de 5.000 que han sido desalojados en la isla, en casas de familiares o de amigos. Carmen asegura que cuando salió el domingo de casa lo hizo muy calmadamente, imaginando que en pocos días podría regresar, que todo iba a ser un mal sueño de un par de días o una semana. Hasta esta mañana, en que le avisaron del Ayuntamiento advirtiéndole de que contaba con una hora.

El guardia civil se acerca de nuevo al grupo de la cola y, uno a uno, les va permitiendo el paso, en un coche y acompañados de un bombero. Carmen se monta en uno de los vehículos junto a otras dos personas y se interna en Todoque.

El barrio es lo más parecido a una ciudad situada en el fin del mundo. Es la cara B del espectáculo avasallador y magnético del volcán, su mordisco. No hay nadie en las calles excepto los que van en furgonetas vacías o cargadas hasta la locura. Todas las tiendas están cerradas. Hay unas gallinas sueltas en un callejón. Todo, a una escala diferente, recuerda a las fotos de Chernobyl a los pocos días de haber sido desalojada por la explosión nuclear. En una pared, hay un letrero que dice “Peluquería Caroli” y luego una bienvenida en alemán. Al lado, una mesa y unas sillas que parecen haber sido abandonadas hace cinco minutos. A unos centenares de metros, se ve la montaña de lava, deslizándose cuesta abajo. Y más atrás, el volcán, con su ruido sordo de motor de avión resonando a cada poco. En el aire flota una ceniza negra que parece arena y que te embadurna el pelo, la cara y los brazos, que cruje cuando la pisas como si anduvieras sobre la grava. Hay bomberos, policías y guardias civiles por las esquinas, observando. Y miembros de la Unidad Militar de Emergencias (UME) subidos a la montaña vigilando la mole de lava. Una científica de origen venezolano pregunta a un bombero si están haciendo estudios sobre la velocidad de las emisiones. Y en una esquina hay un guardia civil de acento canario que maldice el volcán y que cuenta que hace unas horas tuvieron que desalojar a la fuerza a una mujer que se negaba a abandonar su casa.

De pie, en la acera, Oliver Carmona, de 33 años, sudando, extenuado, mira hacia la colina ardiente que se desliza hacia abajo y luego a una casa blanca a la derecha. Ha venido a ayudar a su amigo, dueño de la casa blanca, situada en la trayectoria de la lava en su camino hacia el mar y que, por lo tanto, casi con toda seguridad, acabará devorándola. “Está en la boca del lobo. Sacamos lo que podemos. Todo lo que podemos. Primero las cosas sentimentales, las fotos, los cuadros…”. La montaña desciende más despacio de lo previsto. Así que hay más tiempo para vaciar las casas. En una de ellas, con todas las puertas abiertas, un hombre fuerte y alto de unos 40 años, ayudado por su padre y por empleados del Cabildo y del Ayuntamiento, amontona cosas en un camión. El guardia civil de acento canario explica que lo primero que tienen que sacar son las escrituras: “Porque dentro de unos días todo esto estará irreconocible, las casas habrán desaparecido, y las aceras y las parcelas, y harán falta documentos para certificar que el terreno es de uno”. Luego charla con un empleado del Ayuntamiento que se queja de los políticos: “Hay que aprovechar ahora y exigir. Cuando todo se enfríe, no habrá quien pida nada a los de la Península. Y habrá que levantar las casas, que reponer las tuberías, que volver a colocar la luz, que replantar los cultivos…”.

Mientras, los funcionarios municipales han acabado de vaciar la casa del hombre fuerte y alto que pide un bolígrafo a un periodista, se apunta en la mano el teléfono de alguien del Ayuntamiento para una gestión posterior y luego, nervioso, se despide de todos los que le han ayudado a dejar su casa en los huesos. “¡Gracias!”. Después se abraza a un fotógrafo que trata en vano de consolarle y se marcha, dejando su vivienda como decenas de otras en Todoque: con las puertas abiertas, vaciadas a toda prisa, con cajas de cartón esparcidas por el suelo del pasillo y perchas sin nada en los armarios.

El avance de la montaña de lava es lentísimo pero evidente. Y aterrador. Abajo, en la trayectoria de la montaña, se encuentra la casa, bonita, cuidada, con piscina y arrates de flores, del amigo de Oliver Carmona. Entre todos, los dueños, los amigos, los empleados del Ayuntamiento, la están vaciando a la carrera. En una furgoneta amontonan todo lo que pueden: una bicicleta, un par de cojines, la escalera del garaje, una nevera. Cerca, una mujer joven, probablemente la dueña de la casa, llora al cerrar el capó del coche, abarrotado de objetos. Luego entra a la casa y sale con un montón de cuadros. Uno de los amigos dice, señalando a una de las camionetas: “Todo a casa de Kity”. Otros, al lado, bajo la lluvia de ceniza, están metiendo en otro camión pequeño una mesilla de noche, un colchón, una cesta con bolsas de kilo de lentejas y garbanzos, un balde con ropa…

FUENTE: EL PAÍS / ANTONIO JIMÉNEZ BARCA